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¿Qué estoy pidiéndole al Niño Jesús? ¿Qué me gustaría si alguien va a darme un aguinaldo? Son dos cuestiones primordiales en estos días. Son preguntas tentadoras, así uno pretenda seguir el consejo de los estoicos: Para ser feliz deseo poco y lo poco que tengo lo deseo poco. Que nada me sobre, pero que nada me falte. Pudieron haberlo dicho los santos Francisco, Agustín o Ignacio, Séneca, el Dalai Lama o Confucio. Sobre esto de las posesiones materiales pensaban igual. Pero hay otra posesión inmaterial, inseparable del ser humano porque lo dignifica, esencial para la vida buena. Es la palabra. Y de qué modo está desvalorizándose, en la vida privada y la pública, en la política y en cuantas actividades examinemos. Las preguntas anteriores podrían asociarse a lo que representa el gran dominio intelectual y espiritual de cada individuo y cada sociedad. Por eso les pido al Niño Jesús y a quien piense darme un regalo que me obsequien el inmenso aguinaldo ético, lógico y estético del buen decir.
Hay quienes en su actuar erróneo creen que si lanzan en público tacos, palabrotas, expresiones vulgares, ganan audiencia, conquistan simpatías, mejoran en los ránquines de popularidad o aumentan votos. Al contrario, están ayudando a la degradación del idioma, del modo de ser, de las costumbres y de la calidad de vida en sociedad. Así, envilecen la política los dos ejemplos de esta semana, sumados a muchos más: Un precandidato presidencial que hasta fue Rector de una prestigiosa universidad sorprendió a sus presuntos adeptos con una frase de ordinariez vergonzosa. No hay que repetirla. Basta decir que termina en hijuepú. Y una parlamentaria, la primera de la Cámara, dejó escapar el “Ya, marica”, tan reproducido por los medios. Formas de hablar que, por desgracia, fueron celebradas por algunos comentaristas. Pero no nos engañemos, porque la procacidad es locución sinónima de grosería, insolencia, desvergüenza, cinismo, indecencia, atrevimiento, obscenidad. La procacidad se acomoda a la pobreza del discurso. El sujeto procaz se degrada. Somos lo que hablamos. Estamos hechos de palabras. El buen decir es asunto de dignidad personal. Y colectiva. El mal decir es indignidad.
Nadie debe dárselas de modélico en el uso del idioma. En estados de ira e intenso dolor, como cuando se nos atraviesa un tipo en moto sin luces en una glorieta y de noche, es inevitable emitir un taco, ojalá tan duro como el de la pirotecnia. Pero lo repudiable es incorporar la grosería al habla corriente, en privado o en público. Hablar bien, enriquecer cada día el léxico al aprender vocablos nuevos y compartirlos, nada nos cuesta. Nos enaltece. Nos acredita como personas respetuosas de los demás. Nos eleva el prestigio. Regalémonos el buen decir, aguinaldo bueno, bonito y barato