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En un reducido sondeo sin validez académica alguna realizado por un servidor, de diez personas en edad laboral provenientes de distintos países del mundo ni una sola elegiría trabajar para una empresa china. Los entrevistados se decantarían a partes iguales por empresas estadounidenses y europeas. No tengo nada contra los chinos y espero que ellos, mucho más numerosos, tampoco. Su tenacidad y disciplina están fuera de toda duda y están logrando replicar con éxito el modelo surcoreano, pasando en menos de un siglo de ser una sociedad atrasada y eminentemente agrícola a ser una de las economías tecnológicamente más punteras del mundo. Por descontado, China cuenta con una ventaja brutal para lograr ese vertiginoso desarrollo: la ausencia total de derechos laborales. Los trabajadores y las empresas están tutelados por el Estado, que decide por todos sin consultar.
Esta enorme ventaja competitiva hace posible que a día de hoy China disponga de más de 200 superordenadores, capaces de realizar infinitos cálculos y cruzar variables a velocidad inaudita. Tras el gigante asiático figura en número de superordenadores Estados Unidos y Japón. La Unión Europea es cuarta. España atesora una sola de estas máquinas y aspira a disponer de otra en un año. Y es que, gracias a las ayudas estatales y a los inmensos beneficios empresariales facilitados por unos salarios controlados por la dictadura china, Pekín ha logrado que el tamaño de sus empresas sea mastodóntico, lo que facilita que estas fagociten sin problemas a sus competidores en cualquier parte del orbe.
De este modo, la guerra comercial desatada por Trump tiene cierto sentido, pero más aún desde la perspectiva doméstica de la depauperada clase media americana. Porque si durante los años 50, 60 y 70 del pasado siglo el “Made in USA” era sinónimo de innovación y modernidad, la brutal deslocalización de los 80 y 90 mató a la industria estadounidense y se llevó por delante millones de empleos, deprimiendo a ciudades enteras que una década antes nadaban en la abundancia. El “boom” del “Made in Taiwán”, que luego se trasladó por Hong Kong, Vietnam y finalmente recaló en la propia China, donde era necesario asociarse con una firma local, llenó los bolsillos de los más privilegiados, directivos de grandes empresas y accionistas jubilados en Miami a los que poco les importaban los despidos masivos. Mientras, las empresas locales chinas asociadas con estas corporaciones occidentales clonaban la tecnología y en apenas una década estaban en disposición de entrar a competir en un mundo al que ya no le importa si la tecnología de un automóvil o un celular es gringo, europeo o asiático si al final todo está hecho en China. Y esa ventaja tecnológica amasada durante dos décadas por las empresas occidentales gracias a los beneficios obtenidos por la barata mano de obra china ya se está perdiendo. Porque mientras los gurús ultraliberales y tecnológicos se forraban más, los chinos también aprovechaban la jugada con visión de futuro. Por eso, ya cunde el pánico desde el californiano Silicon Valley hasta Alemania y surgen las voces partidarias de cerrar las fronteras a cal y canto. Pero, como nos enseña la historia, el proteccionismo solo trae pobreza y guerra.
¿Qué hacer entonces, ya que ni usted ni yo queremos trabajar para los chinos? Innovar e invertir en desarrollo. Buscar fuentes de energía batatas y eficaces, como un desierto del Sahara lleno de paneles solares capaces de aprovisionar a Europa entera de electricidad. Producir en casa para preservar los secretos aunque esto implique reducir los márgenes de beneficio de las empresas y de sus accionistas. Y, en último término, habrá que parar los pies al régimen chino para que abra de una vez su economía antes de que conquisten toda la Tierra.