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Columnistas | PUBLICADO EL 29 diciembre 2022

¿Por qué somos tan raros?

Por Humberto Montero - hmontero@larazon.es

Nunca he sido hormiga. Me deleito con una tarde al sol en una plazuela vieja frente al mar. En Cartagena, en Cádiz o en Cascais. ¿Qué tendrán las ciudades con ce? Atento a los arabescos que pintan las moscas en las tardes de verano.

Capaz de diseccionar cual perfumista el aroma del petricor, a la búsqueda de las moléculas de geosmina, y de escribir tratados sobre el paso de las nubes. Admirador eterno del rumor de la hierba y las hojas de los árboles. Amasando silencios bien acompañado en una terraza en Madrid, viendo pasar la gente y caer la lluvia. Haciéndome vulgarmente el bobo, aunque me crea yo muy vivo. Escuchando conversaciones ajenas para tratar de escrutar el significado de las cosas. Un dilema universal que ha llevado a Joseph Henrich, director del departamento de Biología Educativa de la Universidad de Harvard a escribir un libro dedicado a explicar por qué los occidentales hemos evolucionado hacia transformarnos en unos seres más preocupados de producir que de vivir.

En una entrevista en La Razón, Henrich asegura que la evolución hacia seres donde prima el individualismo y se conduce por la rapidez y la escasa relevancia de la amistad deriva de la imposición de la familia monógama por parte de la Iglesia católica, que supuso –según su teoría– el fin de la prevalencia de los clanes y del matrimonio entre primos. “Eso forzó la creación de instituciones que no estuvieran basadas en la Monarquía, como la democracia representativa, las universidades...”, señala.

Este hecho, el matrimonio monógamo, ha obligado a la gente durante siglos a prosperar para cultivar rasgos únicos que nos hagan más atractivos. “Hay que sacar adelante muchas cosas, así que en estas sociedades se tiene prisa por llegar, por hacer. El foco está puesto en los logros. Ahí hay un patrón de comportamiento que se puede medir y comparar con otros. En cambio, si las relaciones te importan por encima de lo demás sueles llegar tarde porque te detienes a hablar con quien te cruzas”, remarca el profesor.

La obra, a la que sin duda se pueden poner peros, no critica los rasgos de este mundo occidental que nos deforma en personas que van por la vida caminando más deprisa que el resto por culpa de la cantidad ingente de tareas que tenemos por delante, transitando como una marabunta poseída en un afán genético. Tampoco nos afea la obsesión constante por el tiempo, cuando en muchas partes del mundo un retraso de cinco y hasta diez minutos entra dentro de lo normal mientras en otras llegar un minuto tarde es más un insulto que una descortesía.

Henrich solo pretende explicar por qué nos hemos transformado en máquinas de producir que anteponen las normas y sus objetivos personales a la familia o los amigos. Quizá es más fácil buscarle un sentido a la vida a través del yo que de los otros, aunque para muchos el tiempo siga siendo un concepto flexible, y las normas un guion sobre el cual poder improvisar de cuando en cuando.

Las fiestas que celebramos, la Navidad, vienen a recordarnos la supremacía de Dios, de la familia y de los amigos sobre las normas, los prejuicios y los asuntos mundanos; sobre todas las cosas. Hemos olvidado aquel reproche de Jesús a sus discípulos: “No os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis y qué beberéis (...) ¿No es la vida más que el alimento, el cuerpo y el vestido?”. Ojalá en 2023 seamos menos “raros”, sin olvidar aquel “a Dios rogando y con el mazo dando”. Se los deseo de todo corazón

Humberto Montero

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