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Por Lina María Múnera G.
muneralina@gmail.com
Uno de los múltiples refugios que el ser humano ha creado para tratar de entenderse a sí mismo y al mundo es la filosofía, asumida no como una ciencia para estudiar sino como una forma de vivir que, en épocas de crisis como las actuales, permite definir conceptos para dar claridad a los pensamientos y a las acciones que estos generen.
El filósofo francés Michel Onfray explica en su libro La fuerza de existir. Manifiesto hedonista, que “filosofar es hacer viable y vivible la propia existencia allí donde nada es dado y todo debe ser construido”. Y para navegar por la vida y alcanzar una serenidad mental efectiva, propone seguir las enseñanzas de Epicuro, cuya aspiración última es el puro placer de existir. Onfray habla de cosas que hoy en día parecen antiguas y lejanas por el desuso en el que han caído: la delicadeza, la urbanidad, el tacto, la amabilidad y el respeto para hacer este mundo habitable, deseable. E insiste en celebrar la pulsión de vida, en vivirla plena y totalmente, con voluptuosidad, de manera inmanente y no trascendente.
Este viaje que sólo es de ida, asombroso y vibrante, ofrece oportunidades únicas que desde el punto de vista del hedonismo merece ser experimentado bajo el concepto moral de “gozar y hacer gozar sin hacer daño a nadie ni a sí mismo”, según postuló el escritor del siglo XVIII Nicholas Chamfort. Y aunque la idea pueda ser debatida por las dificultades que su aplicación presenta, es generosa porque piensa en el otro, en ese semejante que surge en el camino, que acompaña parte de nuestro periplo vital y cuya felicidad, por efímera que sea, nos genera un placer interno gratificante.
El hedonismo de los epicúreos no está en los objetos materiales como se ha malinterpretado tantas veces, o en el lujo que sólo permite el dinero, sino en el interior de cada uno de nosotros. Hace referencia a disfrutar los pequeños placeres, a darse tiempo, a contemplar, a emocionarse, a saborear. Invita a disfrutar olores, a apreciar sonidos y silencios, a trascender con el tacto, a reconocerse en el otro.
En esa toma de conciencia, la filosofía enseña a distinguir lo común de lo extraordinario, especialmente en tiempos complejos en los que el futuro se presenta con más incertidumbres que nunca. Cuando hacer planes se convierte en un ejercicio de necios, necesitamos comprendernos en el presente, hacernos preguntas y repensar nuestra existencia sin miedo y sin pobreza mental, con curiosidad y ganas de descubrir. Porque en esas respuestas está el antídoto contra los prejuicios y el camino hacia la pluralidad y el cambio.