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Hace medio año, cuando la pandemia de covid-19 obligó por primera vez a millones de hombres y mujeres a confinarse en sus casas huyendo de la muerte, leí con esperanza algunos pensamientos que hablaban del lado luminoso de esta tragedia.
“Estamos todos inmersos en un taller de lentitud impuesto que nos está rehumanizando”, dijo el escritor canadiense Carl Honoré, autor de un libro lúcido titulado “Elogio de la lentitud”, que dio lugar a un movimiento contra la velocidad que ha cambiado la vida colectiva en muchas ciudades. Confinado en su casa de Londres junto a su esposa y sus dos hijos, Honoré dijo en una entrevista que “el lado luminoso de la pandemia podría ser redescubrir el placer de estar con otros, pasar más tiempo con la pareja y los hijos, encontrar el tiempo justo para dedicar a cada actividad en cada momento”.
“La cultura de la prisa, a la que estábamos acostumbrados, nos convierte en máquinas de hacer cosas y nos desconecta de nosotros mismos y de los demás. Tengo tendencia a creer que, cuando termine la emergencia sanitaria, vamos a querer preservar algunos hábitos nuevos que adquirimos con esta lentitud forzada”, añadió. La entrevista termina con una frase todavía más llena de esperanza: “Tengo la sensación de que vamos a salir de esta crisis con los ojos y el corazón más abiertos”.
Pocos días después, los pensamientos del antropólogo tunecino Youssef Seddik volvieron a iluminar mi oscuridad. Este hombre sencillo y desconocido en occidente, dedicado a desentrañar el sentido de las palabras, se atrevió a sostener que la pandemia de coronavirus “es el preludio de una vuelta a la espiritualidad”.
Seddik dijo que el confinamiento iba a cambiar nuestros automatismos del lenguaje y nos iba a obligar a reflexionar mejor, a no fiarnos de las fórmulas.
“Quizás estamos en el punto de inaugurar un nuevo pensamiento”: así resumió su posición sobre el impacto de la pandemia en nuestras sociedades. Según él, en occidente, primero que todo ayudaría a luchar contra la tendencia de la gente a acumular dinero para nada y lujos que solo sirven a un pequeño número de personas.
En las sociedades islámicas, como la suya, sostuvo que el confinamiento iba a permitir a los fieles del islam librarse de todo lo que es gregario... “Lo que yo llamo la creencia de la manada. Aquello que es fácilmente manejado por un líder, un responsable religioso o una ideología. Creo que para el islam esto anuncia un amplio futuro y un sacudón sobre la manera de pensarlo, algo que muchos pensadores, desde principios del siglo pasado, no pudieron lograr. Hoy, con la prohibición por razones sanitarias de la mayoría de las prácticas colectivas, creo que la gente va a reflexionar sobre esta verdad olvidada de que la relación debe ser directa y sin mediación entre lo divino y uno mismo”.
No pongo en duda la verdad de algunos de estos pensamientos. Porque hay que admitir que la enfermedad tiene su lado luminoso. Obliga al confinamiento, al silencio, a la pausa, al reencuentro consigo mismo. Nos lleva a repensar el sentido de la vida. Nos ayuda a conocernos mejor.
La gran pregunta es qué vamos a hacer con el autoconocimiento que nos está regalando la pandemia. ¿Vamos a usarlo para implementar algún cambio después o vamos a taparnos los ojos para volver a nuestra vida de antes? se pregunta Carl Honoré en su refugio de Londres.
Yo me pregunto lo mismo en Colombia, mi país, donde después de seis meses de confinamiento hemos regresado al enfrentamiento, a las masacres, al menosprecio por la vida, a la más descarada corrupción, al uso abusivo de la fuerza: a nuestra vida de antes.