viernes
0 y 6
0 y 6
Entra más el coronavirus por los ojos y oídos que por la nariz y boca. Las medidas de los gobiernos previenen del contagio por vías respiratorias, por los orificios evidentes a través de los cuales penetra el aire contaminado o las goticas del estornudo ajeno.
El lavado de manos y las mascarillas se proclaman como barreras hacia los órganos de los sentidos del olfato y del gusto. Y, claro, el bicho coronado que vuela disperso o que penetra en la boca al ser tocada por las manos emponzoñadas ha de ser trancado por esos escudos físicos.
Sólo que, además de escudos materiales, existen defensas intangibles. Estas hacen parte del equipaje natural del organismo humano y son las responsables del bienestar general. Conforman un ambiente, un globo protector a bordo del cual marchamos por la vida con sentimiento de fortuna.
Gracias a las defensas mentales la conciencia amanece cada día con la callada confianza de que la noche llegará en estado de satisfacción. Un placentero equilibrio entre cabeza, corazón, vísceras y piernas está al alcance de quienes no descuidan sus salvaguardas interiores.
Pero un día las noticias y comentarios que repican en videos, textos, audios y algarabías, convierten los ojos y oídos en un tumulto. El mundo se va a acabar y el desenlace es cuestión de días, horas. La toxina asesina es una diosa coronada, es la versión contraria a la de Leandro Díaz: en este caso se diría que “en retroceso van estos lugares, ya tienen su diosa coronada”.
El coronavirus, entonces, entra a debilitar las defensas mentales de la población. El peligro existe, es real, pero la repetición incesante de sus pormenores y de las medidas que se le oponen causa desfallecimiento de las bases por las que confiamos en que la vida es buena.
Al levantarse de la cama el individuo siente ardor en la garganta, los primeros pasos tambalean, por reflejo se toca la frente en busca de la fiebre, este hombre hace suyo el padecimiento de quienes fueron abatidos en la Cochinchina. Lo atosiga la duda, examina sus pasos recientes en procura de aquella mano artera que estrechó.
He aquí al nuevo enfermo, no de coronavirus sino del pavor al coronavirus. Ya tiene instalada en su cabeza la emboscada de su debilidad, es un borrego en camino al degolladero. Los microscopios no encontrarán en él las rojas ruedas dentadas de la pandemia, pero su vida habrá llegado al extremo.