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Mi reconocimiento a Ramón se debe a que el ajedrez me ha deparado miles de horas de felicidad, zozobra, estupefacción, competitividad, belleza, goce pagano, ira, dulce y agria compañía, alegría y su parienta pobre, la lágrima.
Por Óscar Domínguez Giraldo - oscardominguezg@outlook.com
Estaba en mora de agradecerle a Ramón Franco, de Corrales, Boyacá, el detallazo de haberme enseñado a jugar ajedrez hace varias décadas cuando estudiábamos para papas en el seminario de La Linda, cerca de Manizales. In illo tempore, los salmos, las homilías, los maitines y las misas en latín de espaldas al respetable, iban por la nave del centro; los jaques y mates iban por las naves laterales”. “Lejos del mundanal ruido” me encarreté con el juego que es una ciencia.
Los colegas frailes de Ramón dicen en el bello obituario que le dedicaron a su muerte que en su ejercicio sacerdotal buscaba el bien y daba la ocasión de una segunda oportunidad. Ignoro si me enseñó a mover las piezas con idéntica filosofía.
Santa Teresa veía con buenos ojos que sus perplejas monjitas cometieran el pecadillo de distraerse frente al tablero. A lo mejor consideraba el ajedrez una silenciosa religión pagana. “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza”, escribiría Borges.
A mi profe Ramón Dios lo llamó y lo escogió. Y como a veces hace las cosas bien, también me llamó pero me devolvió al mundo como les dicen en los conventos a la vida fuera de sus teológicas paredes. Quería que ennieteciera. Se le agradece. Mis cuatro nietos saben que en su abuelo tienen bobo propio para toda la vida.
Alcancé a ganarle a Ramón. Debió dañarle la confesión y la comunión que un advenedizo lo hubiera mandado a la sacristía. Lo digo con conocimiento de causa: le enseñé a jugar a mi hijo Juan y también me volvió hilachas. Saqué mil disculpas para minimizar el revés. Eran patadas de ahogado. Tardé en asimilar la receta de Kipling: “Olvida tan pronto tu victoria como tu derrota”.
Soy miembro en la sombra de una secta de “Proust-áticos” octogenarios que se reúnen los lunes a mover piezas y a triturar nostalgias. Antes despachaban en el exclusivo Club Unión pero decidieron proletarizarse y ahora mueven los trebejos en un salón comunal de barrio. Nunca asisto porque, siguiendo a Groucho Marx, no aceptaría formar parte de un club que me acepte entre sus integrantes. Pone orden en el tablero el anfitrión Jorge Hernández, un abogado marinillo que jamás litigó. Hace unos meses enrocó largo (=murió) Jaime Escobar Gaviria, el decano del grupo. Que descanse en la paz de sus mates.
Mi reconocimiento a Ramón se debe a que el ajedrez me ha deparado miles de horas de felicidad, zozobra, estupefacción, competitividad, belleza, goce pagano, ira, dulce y agria compañía, alegría y su parienta pobre la lágrima.
En reciprocidad por los favores recibidos con el deporte que vino a lomo de cobra desde la India, suelo escribir sobre ajedrez con el deseo de reclutar adeptos. Suelo compartir lo bueno que me sucede. De nuevo, gracias, espíritu de Ramón, por el ajedrez recibido.