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Columnistas | PUBLICADO EL 29 mayo 2022

Moritat

Lo llamativo del caso es cómo y por qué amplios sectores de la población silencian o excusan las conductas maliciosas, las infracciones a la ley o los delitos de los gobernantes.

Por Jorge Giraldo Ramírez - jorgegrld@gmail.com

La mayoría de los melómanos mantenemos el afán por clasificar, comparar, buscar los datos que están detrás de la música y sus autores. Una vieja curiosidad que tenía fue respondida hace poco por el periodista y escritor Ibsen Martínez —buen amigo intelectual— en El País de Madrid (“El moritat de Gerhard Schröder”, 25.04.22). Voy a parasitar, con su venia, esa columna.

Dice Ibsen que el moritat es un género popular “que narra sin escandalizarse las andanzas de un malhechor, normalmente un asesino salteador de caminos, condenado a muerte y en fuga de sus verdugos. Puede traer o no moraleja”. Wikipedia señala el origen alemán del género que, desde el medioevo, se extendió a Escandinavia y las islas británicas. En esta última región se les llama “murder ballads”, baladas de asesinos. Solo ahora entiendo el título del álbum que lleva el mismo nombre de Nick Cave, uno de mis artistas favoritos, y la categoría en la que entran otros grandes discos, como Nebraska (Bruce Springsteen) o The criminal under my own hat (T Bone Burnett). En América Latina abundan canciones de este tipo, especialmente en la ranchera y el tango, y en Colombia tenemos un subgénero —el de los corridos prohibidos— que medró con la guerra y el narcotráfico. Para que los lectores se formen una idea, un buen ejemplo de moritat sería la canción de Roberto Cantoral “El preso número 9” o “Pedro navaja” de Rubén Blades.

El rasgo característico del moritat es la postura moral que se deriva del texto, con independencia de quien sea el sujeto que narra la historia; Ibsen lo define como “la socarrona simpatía por el protagonista”. Este es un fenómeno extendido y no sé qué tan bien haya sido explicado. El caso es que la columna que comento enlaza esta manera solapada de justificar al criminal con el escándalo europeo a raíz de la conducta del excanciller alemán Gerhard Schröder, quien llegó a la junta de la petrolera rusa Gazprom tres semanas después de haber cesado en sus funciones de gobierno y siguió sirviendo a los intereses de Putin en plena invasión a Ucrania. O con las revelaciones sobre los oscuros negocios del yerno de Trump y el entonces secretario del Tesoro con los Emiratos Árabes Unidos y otras dictaduras plutocráticas de Oriente Medio (“Kushner’s and Mnuchin’s quick pivots to business with the Gulf”, The New York Times, 22.05.22). Y algún día saldrán a relucir los efectos de las relaciones del asesor presidencial Luis Guillermo Echeverri y del propio presidente Duque con el régimen emiratí.

Pero ese no es mi centro de interés. Lo llamativo del caso es cómo y por qué amplios sectores de la población, allá o acullá, silencian o excusan las conductas maliciosas, las infracciones a la ley o los delitos de los gobernantes. Quizás exista una razón de orden mayor como la que le escuché una vez a alguien: “Sí, ese es un bandido, pero es nuestro bandido” 

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