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Columnistas | PUBLICADO EL 30 julio 2021

Monseñor Alberto Giraldo

Por Hernando Uribe C., OCD *hernandouribe@une.net.co

Alberto y yo fuimos grandes amigos. Nos comimos una tonelada de sal juntos. Ahora vine a saber que éramos de la misma edad. Me llevaba 17 días. A los sacerdotes les llamaba la atención la confianza de que yo lo llamara Alberto y no Monseñor. Por algo habíamos recorrido juntos kilómetros y kilómetros, así fuera en avión.

Dos años antes que yo, hizo el mismo estudio de doctorado en filosofía en Roma, en la Universidad Santo Tomás de Aquino (el Angelicum). En esa época las clases eran en latín, lo mismo que los libros y los exámenes. Con el Vaticano II (1962-1965), el latín desapareció de las clases.

Nos conocimos en Bogotá en 1974, ya siendo él Obispo y yo Provincial de la Orden de Carmelitas Descalzos de Colombia. Yo pertenecía a la Junta Directiva de la Conferencia de Religiosos de Colombia y era miembro de la Comisión Mixta de Obispos y Religiosos, a la cual pertenecía también Alberto.

La Comisión Mixta tenía como misión estrechar las buenas relaciones entre obispos y religiosos. Por tal motivo, Alberto y yo fuimos a las principales ciudades del país a hacer reuniones entre el Obispo y los religiosos del lugar. Yo daba una charla sobre la Vida Religiosa y Alberto, otra sobre la Iglesia y la Jerarquía. Y participábamos en el diálogo.

En 1997 Alberto fue nombrado Arzobispo de Medellín y al año siguiente yo fui trasladado a Monticelo, Medellín. Yo lo visitaba con frecuencia. El arzobispo es por derecho el Gran Canciller de la Universidad Pontificia Bolivariana. Y en el 2003, estando un día en la universidad participando en una reunión, al terminar, el rector, el Padre Gonzalo Restrepo, después Arzobispo de Manizales, de parte de Alberto, me propuso fundar el Instituto de Espiritualidad, propuesta que acepté con mucho gusto. A comienzos de 2004 inauguramos en Monticelo el Instituto de Espiritualidad UPB en una eucaristía presidida por Alberto.

En mis visitas a su despacho, conversábamos a veces de nuestros estudios en Roma y me recordaba frases en latín de algún profesor de historia de la filosofía. En Roma no nos conocimos, porque a los pocos meses de yo llegar, salía él, y en ningún momento coincidimos en los cursos.

Hombre sencillo y cordial, con maravilloso sentido del humor. Nos reíamos recordando costumbres y decires paisas. Le encantaba la sabiduría bíblica. “Porque el Señor da la sabiduría; de sus labios brotan conocimiento y prudencia” (Pr. 2,6). Alberto es uno de mis ángeles de la guarda, pues ambos sabemos que la persona que muere no se ausenta, cambia su forma de presencia

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