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Columnistas | PUBLICADO EL 21 noviembre 2020

Memoria de una agonía

Por Ernesto Ochoa Morenoochoaernesto18@gmail.com

En noviembre, mes de los difuntos, para afrontar el misterio del morir puede ayudar el recuerdo de una agonía. La de una muchacha francesa de 25 años que murió el 30 de septiembre de 1897, unos minutos después de las siete de la noche, a la edad de 24 años, carcomida por la tisis. Ese día murió la carmelita francesa Teresa de Lisieux, Santa Teresita, una de las santas más queridas del catolicismo. Patrona de las misiones y doctora de la Iglesia, su doctrina de la infancia espiritual ha atraído y sigue atrayendo no solo a creyentes, como propuesta de vida interior y compromiso de confianza, sino también a ateos e increyentes, como acompañamiento de búsquedas e incertidumbres.

La agonía de Teresa fue dolorosa. No solo por los sufrimientos de su enfermedad, sino porque la dulce muchacha francesa saboreó en sus últimos días el cáliz amargo de una aguda crisis de fe. Queda registro de esa agonía, ya que sus hermanas fueron anotando sus últimas palabras, sus “últimas conversaciones”, como acabó titulándose el texto que recogió lo sufrido, lo vivido y lo dicho por la santa en los últimos meses finales de su vida.

Una verdadera mártir de la esperanza, como una nueva Juana de Arco, a la que representó (queda registro fotográfico) en una velada teatral en el convento, Teresa de Lisieux fue un testimonio de la heroicidad que implica ser fiel a la vida, a esta vida a secas, sin misticismos ni arrobamientos, a la que muchos, casi todos, estamos destinados.

A partir de junio de ese 1897, trasladada a la enfermería, el desenlace final se precipitó. “Hacia las cinco (del 30 de septiembre) -cuenta la madre Inés de Jesús, su hermana de sangre Paulina, -yo estaba sola con ella. Su semblante cambió de pronto y comprendí que era la última agonía (...). Tenía en las manos un crucifijo y lo miraba sin cesar. Durante más de dos horas desgarró su pecho un terrible estertor. Tenía el rostro congestionado, las manos amoratadas, los pies helados y le temblaban todos los miembros. Un sudor abundante perlaba su frente con gotas enormes y le resbalaban por las mejillas. La opresión era creciente y de vez en cuando, para respirar, emitía débiles gritos involuntarios

“(...) A las seis, cuando sonó el ángelus, miró largamente la estatua de la Santísima Virgen. Por fin, a las siete y algunos minutos (...) suspiró:

“-Madre, ¿no es esto la agonía?

-Sí, pobrecita mía, es la agonía, pero tal vez Dios quiera prolongarla algunas horas más.

Ella continuó valientemente:

-Pues bien... ¡adelante...! ¡adelante...! No quisiera sufrir menos tiempo...

Y mirando al crucifijo: -¡Lo amo...! ¡Dios mío..., te amo...!

Y de pronto, tras pronunciar estas palabras, cayó suavemente hacia atrás, con la cabeza inclinada hacia la derecha (...)”

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