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Por Mauricio Restrepo Gutiérrez - opinion@elcolombiano.com.co
La transición energética en Colombia, repetida hasta el cansancio en discursos oficiales y celebrada como una promesa de modernidad, se asemeja cada vez más a un espejismo que a un proyecto con fundamentos sólidos. Mientras el país proclama su intención de avanzar hacia fuentes limpias, su sistema eléctrico evidencia un desgaste estructural, y las condiciones mínimas para sustentar ese cambio —una generación robusta y una red de transmisión eficiente— siguen sin garantizarse. No hay transición sin infraestructura. No hay futuro energético sin planeación.
Treinta años después del apagón de los noventa, Colombia vuelve a mirar con inquietud el nivel de sus embalses, la fragilidad de su red eléctrica y la capacidad instalada del sistema interconectado. A las amenazas naturales, como El Niño, se suman decisiones gubernamentales erráticas, improvisadas y, en muchos casos, marcadas por un populismo que privilegia el discurso sobre el conocimiento técnico.
La demanda energética crece de forma sostenida, pero la capacidad instalada no se expande al mismo ritmo. Proyectos de generación avanzan con retrasos, y otros han sido suspendidos o cancelados por barreras ambientales, inseguridad jurídica, incertidumbre tributaria y falta de claridad regulatoria. Sin reglas claras ni confianza institucional, la inversión se retrae, y con ella, la posibilidad de sostener el sistema en condiciones estables y confiables.
El panorama se agrava cuando el gobierno desestima los avances logrados en tres décadas de regulación del sector eléctrico. En lugar de fortalecer lo construido, se promueve un cambio de rumbo sin diagnóstico técnico, ni diálogo con los actores del sector. El discurso oficial insiste en liderar una transformación estructural que no se refleja en los hechos: sin nuevas líneas de transmisión, sin licencias ambientales para los proyectos de generación de energía, sin inversión pública ni privada, no hay transición posible.
En lugar de construirse desde criterios técnicos, la política energética actual se ha dejado guiar por postulados ideológicos. En vez de convocar a gremios, academia y expertos, se recurre a decretos unilaterales que debilitan la institucionalidad y erosionan la confianza del sector. La transición no puede convertirse en una consigna repetida ni en un espectáculo ecológico internacional. Frente a esta crisis, necesitamos ante todo ser realistas: asumir el deterioro del sistema, garantizar el funcionamiento de la matriz energética existente y, paralelamente, reactivar la exploración y explotación de petróleo y gas mientras se consolidan otras fuentes.
La crisis climática es real y urgente, pero no se enfrenta con slogans ni socavando la economía de un país. Se gestiona con coordinación institucional, rigor técnico y sentido común. Colombia necesita construir una transición energética ordenada, gradual, técnicamente sólida. Apagar la luz —otra vez— sería bastante más que un fracaso técnico. Sería una derrota colectiva y la confirmación de que, en nombre del cambio, decidimos avanzar a ciegas, en contravía de la seguridad y soberanía energética del país.