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Columnistas | PUBLICADO EL 27 noviembre 2020

Maradona, el Inmortal

Por Juan Villoro

Hace años entré a un taxi de Buenos Aires convertido en una capilla rodante. En todas partes había fotos de Diego Armando Maradona. De manera lógica, hablamos de la deidad que presidía ese altar. “Ni mi mujer ni mis novias ni mis hijos ni mis amigos me han dado tanta felicidad como Diego”, exclamó el conductor, señalando su nuca, tatuada con el canónico número 10.

La más tempestuosa hinchada del planeta encontró un ídolo a su medida en el Pelusa, el hijo pródigo de la barriada de Villa Fiorito que lograría algo más que ser el mejor futbolista del mundo: triunfar contra todo pronóstico. Sus principales hazañas dependieron del raro estímulo de no parecer posibles.

Su principal prodigio fue intangible: el liderazgo en la cancha. A diferencia de tantos astros que se desentienden de los otros, Diego ejerció un contagio misterioso. Todos jugaban mejor porque él estaba en el campo.

Estuve en el Estadio Azteca cuando Diego anotó contra Inglaterra el mejor gol ilegal y el mejor gol legal en la historia de los Mundiales. Para un aficionado, es difícil encontrar otro día que rivalice con ese. Después del partido, el Pelusa mostró con picardía otra de sus cualidades, la capacidad de crear mitologías exprés. Interrogado sobre el manotazo que terminó en las redes de Inglaterra, dijo: “Fue la mano de Dios”.

La turbulenta y contradictoria vida de Diego al margen de las canchas lo convirtió en uno de los principales exponentes del melodrama latinoamericano. Una y otra vez lloró ante las cámaras, arrepintiéndose de sus errores. Ninguna otra figura pública ha aceptado tantas veces haberla cagado.

De manera simbólica, murió en un tiempo de estadios vacíos. Hoy, el fútbol sin gente recuerda con mayor fuerza a quien alguna vez llenó las gradas escalonadas hacia el cielo.

Endiosado por los suyos, no perdió ninguna oportunidad de saberse vulnerable. Acaso su destino estaba previsto en un cuento de Borges. El protagonista de El inmortal bebe agua de un río arenoso que concede la vida eterna. Esta gracia le depara una existencia donde todo se reitera sin sobresalto. Al cabo de un tiempo entiende que la auténtica dicha depende de la fugacidad. Convencido de que sólo lo precario puede ser atesorado, busca otro río que conceda la muerte.

En su retiro, Maradona quiso hacerse daño de tantas formas que la manera de convivir con su personaje consistía en tratar de aniquilarlo. Vivió sus últimos años como los minutos de compensación que concede el árbitro, hasta llegar a los tres silbidos que ninguno de nosotros quería oír.

Ya inmortal, Diego Armando Maradona tocó, al fin, la mano de Dios.

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