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Ese 28, día de los Inocentes, recibí a la media noche a mi primera paciente, una mujer de 42 años en el noveno embarazo, manejada por una partera durante varios días sin que hubiese podido atender el parto.
Por Luis Gonzalo Morales Sánchez -
opinion@elcolombiano.com.con
A propósito de la reforma a la salud que pretende desmontar el modelo creado por la Ley 100 de 1993, que este gobierno ha desacreditado tildándolo de ser lo peor que le ha podido suceder al país en su historia, les relato un episodio trágico de mi vida como médico que ilustra muy bien lo que sucedía con la salud de los colombianos antes de esta ley.
Mi experiencia como médico comienza el 28 de diciembre de 1983 en el centro de salud de Toledo, un municipio cafetero al norte de Antioquia, con cinco mil habitantes, dos mil de ellos en el área urbana. Ubicado a seis horas de Medellín y a tres del hospital regional de Yarumal, por una trocha sin pavimentar que frecuentemente se cerraba por su mal estado y que solo medio arreglaban cada que había elecciones.
Yo era el único médico del pueblo, con dos auxiliares de enfermería y cinco promotoras rurales de salud que atendían algunas de sus veredas. En 2022 visité el municipio encontrando doce médicos, con sala de cirugía y camas de hospitalización, lo que contradice lo afirmado por este gobierno de que la Ley 100 acabó con los hospitales públicos. Ese 28, día de los Inocentes, recibí a la media noche a mi primera paciente, una mujer de 42 años en el noveno embarazo, manejada por una partera durante varios días sin que hubiese podido atender el parto, lo que me generó cierto pánico: si ella con su experiencia no había podido era por algo grave.
No la habían llevado antes porque desde hacía un mes no había médico en el pueblo. Al examinarla, presentaba una infección avanzada, muerte fetal con una mano visible en el canal vaginal, con signos de descomposición. Necesitaba iniciarle inmediatamente antibióticos y esteroides para estabilizar sus signos vitales y remitirla para una cirugía cesárea para tratar de salvar su vida.
La cruda y dolorosa realidad era que no había ambulancia, solo la volqueta del municipio en la que se acostumbraba a trasladar a los pacientes, pero ese día estaba varada; no se contaba con antibióticos ni esteroides inyectables; no había personal ni instrumental para hacer allí esta cirugía; y para rematar, su familia no tenía dinero para desplazarse fuera del municipio.
Solo atiné a llamar al cura del pueblo, quien llegó como a la una de la madrugada del 29, le aplicó los santos óleos propios del ritual cristiano cuando ya es inminente la muerte y con lo cual Dios podría recibirla más fácilmente en su reino. Entre todos rezamos un Rosario mientras la paciente fallecía doce horas después dejando ocho niños huérfanos.
Quien no recuerda la historia está condenado a repetirla, un episodio aciago ocurrido cuando la mayoría de los colombianos de hoy no había nacido y que por tanto desconocen que lo que tenemos en salud es muchísimo mejor, que, aunque podría serlo más, destruirlo sería un imperdonable error.