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Tras millones de cadáveres y décadas vacías, no hemos comprendido que la violencia y el crimen son las sombras que no nos permiten ser sociedades libres.
Por Luis Francisco Orozco - opinion@elcolombiano.com.co
Los últimos segundos del candidato a la presidencia de Ecuador Fernando Villavicencio recordaron una realidad que en América Latina han ignorado convenientemente nuestros políticos, y muchos hemos decidido normalizar: el inabarcable poder de la violencia y el crimen. La distopía hecha presente donde numerosas áreas de nuestras ciudades y metrópolis son abismos en los que mantenerse con vida es un lujo. La deshonrosa decadencia en donde homicidas y malhechores financian y son financiados por gigantes privados y gobiernos.
Somos anarquías donde diariamente nos convertimos en víctimas o testigos de una mórbida orgía de sangre. La región donde se cometen un tercio de los asesinatos en el mundo, contando con solo una décima parte de la población mundial. Un pandemónium donde la violencia es tan explícita y recurrente que se vuelve invisible. Donde cuesta visualizar el final de esta caída libre.
Porque el juego electoral y la opinión pública no son solo dos elementos cruciales de toda democracia, sino también competencias de popularidad y narrativas imperantes que defenestran a quienes las cuestionen. Pilares que en nuestros países suelen transformarse en barreras para todo político que busque acabar con el monstruo de la violencia y el crimen.
Dada la abominable complejidad de dicha tarea, lo ideal sería el consenso entre buena parte de la intelligentsia y el establishment político, para así minimizar la tentación por hacer que el rival sufra las consecuencias electorales de los inevitables daños colaterales. Al ser esto tan complicado en nuestros convulsos países, las alternativas comunes han sido el político de popularidad elefantiásica, o el autócrata dispuesto a incinerar toda una democracia para encarar esta funesta odisea sin mayores obstáculos.
Los laberintos que complican (y a veces impiden) la lucha contra la violencia y el crimen son el resultado de una desagradable verdad: el precio a pagar serán los excesos imperdonables. Atropellos e injusticias que han ocurrido en todos los países que en determinados momentos se vieron forzados a emprender sus guerras internas; con costos políticos disminuidos ante la inexistencia de redes sociales, un periodismo limitado, y una visión mucho más deshumanizada sobre los derechos humanos. Lo que hoy muchos considerarían una tiranía.
Para más Inri, todo planteamiento a largo plazo peca de una irresponsable candidez academicista, al ignorar no solo la cantidad de personas que seguirán siendo víctimas de la violencia y el crimen en dicho tiempo, sino también la extrema fragilidad de todo proyecto gradualista en una región proclive al populismo y a la más autodestructiva inestabilidad.
Posiblemente no exista solución concreta y definitoria para semejante tragedia. O quizás si exista, pero es lo suficientemente terrorífica como para imposibilitar acuerdos sostenibles tanto en la sociedad civil como en el establishment político y la intelligentsia.
Tras millones de cadáveres y décadas vacías, no hemos comprendido que la violencia y el crimen son las sombras que no nos permiten ser sociedades libres. No es tan diferente la dictadura erigida para combatir estos males, que la débil democracia en la que miles de inocentes yacen a merced del ultraje repentino y el azar de la sangre.