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La clasificación del coronavirus como pandemia por parte de la Organización Mundial de la Salud transformó al mundo de una forma radical poco vista en décadas. Las fronteras se cerraron, las calles quedaron vacías y los trabajos fueron obligados a parar. Algunos que habían insistido en bajarle la espuma a un problema de semejante magnitud y que interpretaban el asunto como algo lejano, tuvieron que dar su brazo a torcer ante una realidad inapelable.
Con la economía en el suelo y los sistemas de salud comprometidos aun en aquellos países con mejor infraestructura, los gobiernos intentan consolidar una respuesta acorde al tamaño de la tragedia. Ahí, en plena respuesta a una amenaza creciente y mundial, unos gobernantes se mostraron más aptos que otros. Más capaces.
Más allá de las enormes transformaciones sociales que saltan a la vista con dos minutos de televisión, el coronavirus ha servido para obtener una fiel radiografía de los políticos en el poder. De aquellos que saben la responsabilidad de su liderazgo, que entienden la urgencia de formar grupos consejeros capaces y eficientes, y que administran sus recursos para proteger a la población que gobiernan. Algunos dudan y otros actúan sin vacilación. Cada país estaba obligado, en la medida de sus posibilidades, a tomar decisiones en cuestión de horas y muchos fallaron. Esa lentitud se pagará caro con el aumento de casos.
En nuestro país no hemos tenido a los más avezados. Son lentos y por momentos incluso contradictorios. El presidente Iván Duque, que no se ha destacado por su fuerza ni por su liderazgo, perdió, en medio de la emergencia, una oportunidad para revertir esa idea. Se le muestra abstraído, débil, falto de carácter. Sus declaraciones públicas parecen más las de un lector indiferente de la situación que las de un jefe del ejecutivo. Nadie le creía antes y nadie le cree ahora. Los alcaldes y las alcaldesas le piden mayor contundencia. Le dan recomendaciones “respetuosas”. Él sonríe impávido y actúa con demora.
Frente a un tema que no tiene distingos políticos, en los que los diferentes lados del espectro de partidos parecen tener un objetivo común, la fuerza presidencial debería encontrar un terreno fértil para expresarse. No es el caso colombiano. Parecemos acéfalos. La población mira cuidadosa y califica con severidad a los meditabundos.