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Resignificar

hace 6 horas
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Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com

No hay peor noche para un padre que aquella en la que ya no puede hacer nada por sus hijos. Una en la que sus manos solo pueden sostener el cuerpo de un pequeño hijo que va cediendo a lo inevitable. En la que sus susurros que se van apagando, se convierten en lo último que escuchará de aquel ser tan amado que el destino decide arrebatarle. Lunsford Richardson vivió una de esas noches de dolor inimaginable e impotencia demoledora.

La fiebre no le llegó por sorpresa. Quien sabe de niños sabe que es una visitante regular, al igual que una “tosecita”. Pero esa vez fue diferente. El infierno se desató sin piedad desde el interior del cuerpo de ese niño. La tos llegó sin piedad. Cada espasmo era como un golpe de martillo en el pecho. Cada respiración, una cuchilla que atravesaba su garganta. Su padre intentó desesperadamente hacer todo lo que sabía para salvarlo. Era farmacéutico.

La neumonía es cruel y torpe. No entiende de piedad ni distingue edades. Su víctima, a la que le arrebata la vida aquella noche, no superaba los tres años. Mucho menos de los que Lunsford había dedicado a formarse en medicina y química. Pero fueron insuficientes. No alcanzaron para que su vocación de buscar remedios prácticos, eficaces y aplicables en casa -especialmente para niños- tuviera resultados en su propio hogar. Una vocación que incluso motivó a que su cuñado, el Dr. Joshua Vick, le dejara su farmacia como herencia tiempo atrás.

No hubo ungüento, jarabe o tónico en ella que funcionara. Por semanas cerró sus puertas. Bajó sus persianas. Se encerró en ella. El lugar y la persona entraron en duelo por la pérdida. Por la frustración. No se le vio salir de ella.

No salió porque su vocación fue la fuerza que necesitaba. Porque quiso hacer justicia con mano propia contra la enfermedad y la muerte, aunque supiera que no las iba a vencer. Se propuso combatirlas. No se enfocó en una medicina para curar, sino en una mezcla que diera un alivio inmediato y no invasivo para los insoportables martillazos y las dolorosas cuchilladas de una respiración enferma. Lo logró.

Creo que no se esforzó para poder olvidar. Tampoco para curarse de la impotencia. Lo hizo para resignificar su dolor, su pérdida, y cuando no se puede reparar lo que duele, solo queda transformarlo. Él lo hizo no como homenaje ni como consuelo, sino como una forma concreta de evitar que a otros les pasara lo mismo.

Mentol, alcanfor y eucalipto fue la fórmula del ungüento que creó y que cumplía con el propósito de alivio. Las persianas se subieron, las puertas se abrieron y la “Vick’s Drug Store” de Greensboro -Estados Unidos- recibió a todos los que clamaban por un respiro. Años después y ya siendo adulto, el hermano de aquel niño, pensó estando en la droguería de Vick’s que el ungüento era un vapor (Vapo) para frotar (Rub) y así lo llamó.

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