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Columnistas | PUBLICADO EL 26 marzo 2023

La última cena

No les miento si les digo que esa época fue una de las más determinantes y felices de mi existencia. Fueron muchos los días en que sobreviví a punto de helado y escritura. Nada más.

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Me creo una buena cocinera, sin embargo, cuando pienso en cuál quisiera que fuera mi última cena solo se me antoja una cosa: pan recién horneado y comido a pellizcos. A veces le pregunto lo mismo a mis familiares y amigos y las respuestas son tan sencillas que sorprenden: empanadas de iglesia, arepas de las que hacía la abuela, pandeyuca, chocolate caliente, María Luisa, mango biche con sal y limón.

La idea de indagar por la última cena se la copié a Anthony Bourdain. En su programa de televisión, el chef solía preguntarle lo mismo a sus amigos que, valga decirlo, eran cocineros consagrados, chefs que sumaban más de una estrella Michelin y que tenían restaurantes mundialmente famosos. Por increíble que parezca, todas sus respuestas le apuntaban a comidas caseras, preparaciones fáciles con un alto componente sentimental.

Lo anterior me hizo pensar en dos historias. La primera tiene que ver con la obsesión de mi novio por comerse un entrecot como el que hacían en su casa cuando apenas era un niño. Lo he visto por años pedirlo en todos los restaurantes, de la misma manera como he visto su cara de decepción apenas lo prueba. Un día le dije que renunciara a la búsqueda, que jamás en su vida iba a volver a comerse un entrecot como el que permanece en su memoria, porque en ella hay mucho más que un simple entrecot, hay un etapa de su vida en la cual la familia entera se sentaba a la mesa y comían juntos y felices. Hoy esa familia ya no existe de la misma manera y por eso ningún entrecot estará jamás a la altura del que prevalece en su recuerdo.

La segunda historia tiene que ver con el helado de caramelo salado. Lo descubrí en algún momento cuando me mudé a Madrid con el fin de ponerme a escribir y empecé a sentir, por primera vez en mi vida, que las cosas estaban funcionando tal y como había planeado. No les miento si les digo que esa época fue una de las más determinantes y felices de mi existencia. Fueron muchos los días en que sobreviví a punto de helado y escritura. Nada más. Desde mi regreso a Colombia busqué con obsesión un helado similar hasta que caí en cuenta de que, al igual que pasa con el entrecot, jamás iba a encontrarlo porque las circunstancias del disfrute han cambiado.

Lo que ocurre es que la comida, a veces, es mucho más que comida. La comida es domingos en familia. Es robarle a la mamá los panes del horno. Es la abuela amasando arepas. Es oír las campanas de la iglesia y saber que hay empanadas. Es pelear con los hermanos por lamerse el molde de la María Luisa. Es volver a la finca donde pensabas que la vida era perfecta porque te daban pandeyucas recién horneados con chocolate caliente. Es comer mango biche recién bajado del árbol hasta que duelan las encías. Es creer que el caramelo salado encierra el secreto de la creatividad. Es disfrutar a los papás sanos y felices sentados en torno a la misma mesa. Es cerrar los ojos y oír sus risas y entender que la comida alimenta el cuerpo, es verdad, pero alimenta mucho más el alma

Sara Jaramillo Klinkert

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