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No cometería el disparate de mandar a recoger todas las tesis de grado y posgrado que reposan, o que yacen a veces, en las estanterías de las bibliotecas universitarias. Me consta que las hay originales, valiosas, significativas para el avance de los respectivos saberes. He sido testigo de la seriedad de no pocos autores cuyos trabajos conozco por haberlos dirigido, asesorado, evaluado o leído, sobre todo en el área del periodismo. Pero mentiría al desconocer lo que suele decirse en cafeterías y puntos de encuentro sobre la autenticidad y la calidad intelectual o la respetabilidad de algunos egresados que pasaron por los programas académicos “como el rayo de sol que pasa por un cristal” y han alcanzado a graduarse como por arte de birlibirloque.
Muy a propósito del caso de plagio imputado a la presidente de la Cámara, faltan mejores controles en muchas universidades. Pueden ser permisivas, flexibles, relajadas, con el riesgo de incurrir en favoritismos políticos. Los instrumentos de chequeo y verificación, como el programa Turnitin, dan la apariencia de exactitud, pero propician dictámenes indulgentes cuando hacen concluir que, por ejemplo, un trabajo sólo exhibe pruebas de plagio en un bajo porcentaje, como si pudiera decirse que el autor ha sido más o menos respetuoso, o más o menos infractor de las normas penales y de propiedad intelectual. No se es más o menos pícaro o más o menos honorable. Todo o nada, creo. La detección de un caso mínimo puede juzgarse como una falta máxima.
Claro que un evaluador puede equivocarse y pasar por alto una falla, como también puede ser tan arbitrario como aquel que descarta un ensayo con el argumento falaz, absurdo, de que ha habido dizque signos de autoplagio, como ha ocurrido con algunos descalificadores en revistas indexadas. El ojo crítico, la astucia, la perspicacia y la experiencia del lector exigente son superiores a cualquier programa algorítmico de pesquisa a la hora de conceptuar sobre una obra. Si uno ha sido editor confiable ofrece garantías de respetabilidad en sus evaluaciones.
El gran problema reside en el anacronismo, que no el arcaísmo, de las tesis. Puede haberlas incluso excepcionales, pero se han vuelto inútiles. Aciertan las universidades que las han suprimido como requisito de grado o posgrado. Eliminan por carambola tantas fábricas piratas de trabajos espurios y punibles. Mejor, facilitar modalidades sustitutivas diversas, que aseguren la acreditación real de los programas y la reputación institucional y de los graduandos. Y, sobre todo, es preciso revisar y afinar los mecanismos de control y frenar a tiempo a todo aquel que en su condición miserable de falsificador o plagiario ande por ahí muy orondo por haber triunfado en su engaño y sea amenaza de corrupción del medio académico