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Retomo en esta columna donde dejé la última. Después de dar positivo de covid a finales de diciembre en Mahe, en las islas Seychelles en el océano Índico, un doctor del grupo de respuesta rápida del ministerio de Salud me llamó al hotel y me puso en estricto aislamiento. Diez días. Así, con una llamada, se acabaron mis tan planeadas y deseadas vacaciones. Y en ese período, por supuesto, no me podría ir del país.
Los miembros de mi familia —todos negativos— se regresaron inmediatamente a Miami y pasé algunos de los días más solos e inciertos que recuerde. Aunque estaba bien de salud y, sin duda, en uno de los lugares más bonitos del mundo —clima tropical, montañas verdísimas, mar suave y cálido—, no lo podía disfrutar. Estaba atrapado en el paraíso. Además, la cabeza es muy tramposa.
A pesar de no tener síntomas graves, la película mental siempre se adelantaba. ¿Y si me da pulmonía y tengo que ir al hospital? ¿Y si cierran el aeropuerto o cancela sus vuelos la línea aérea? Y si este archipiélago africano se queda sin pruebas, al igual que otros países del mundo, ¿cómo regreso a Estados Unidos? No lo hablamos lo suficiente pero el estrés crónico y los daños a la salud mental nos han marcado profundamente en estos casi dos años de pandemia. Me hice una rutina de ejercicios, comidas, escritura, lectura, videos y contactos para no perder el balance interno. Me tomaba la temperatura y los niveles de oxígeno varias veces al día —iba bien preparado—. Y me puse a esperar y esperar.
Afortunadamente, no se materializó ninguno de mis escenarios catastrofistas. Mi rutina me mantuvo sano y ocupado. Y tuve tiempo de sobra para pensar sobre las cosas que quiero cambiar en mi vida. Tras cumplir las órdenes gubernamentales de aislamiento, y armado con dos pruebas negativas durante dos días seguidos, me trepé al primer avión. Más de 24 horas después llegué a mi casa en Miami. Otra PCR confirmó que seguía negativo.
Así salí del paraíso. Pero lo que me encontré en el resto del mundo es de terror. La variante ómicron —mucho más transmisible, pero menos letal que la delta— ha invadido al planeta y ha roto casi todos los records de contagio. Y lo peor aún está por venir.
El terrible pronóstico es de la Organización Mundial de la Salud. Calcula que dentro de seis a ocho semanas la mitad de la población en Europa podría contagiarse de covid. Además, veintiséis países europeos y de Asia central reportaron que más del uno por ciento de su población se está infectando del virus cada semana.
Los más afectados son, sin duda, los que no se han vacunado. La evidencia médica sugiere que los vacunados son menos hospitalizados y tienen síntomas más leves que los no vacunados. Las vacunas funcionan. Entre lo anecdótico, o nos hemos contagiado del virus o conocemos a alguien que se infectó. O las dos cosas. Y poco a poco, de frustración en frustración, nos hemos dado cuenta de que el 2022 no será el año de la salvación. Por el contrario, es posible que este sea el año en que tendremos que reconocer que no le vamos a ganar totalmente al virus y que debemos aprender a vivir con él.
No nos equivoquemos. Hay muchas cosas que se pueden hacer contra el covid: la aplicación de vacunas, el uso de mascarillas, la distancia física, las pruebas constantes, nuevas medicinas y tratamientos, el ejemplo de líderes responsables y medidas sociales que limiten la transmisión de aerosoles a través de nariz y boca. Tomar estas medidas significa, sin exagerar, la diferencia entre la vida y la muerte.
Yo estoy muy agradecido con la ciencia. Si no me hubiera vacunado tres veces con Moderna, no sé dónde estaría. Nunca sabré con certeza cómo y cuándo me infecté. Pero, afortunadamente, estoy en la lista de los más de 260 millones de personas que se han recuperado.
Hoy, para mí, ese es el verdadero paraíso