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Columnistas | PUBLICADO EL 12 octubre 2021

La razón de las protestas mundiales

Por Zachariah Mampilly

Septiembre fue turbulento. Más de 200 australianos arrestados durante protestas en toda la ciudad de Melbourne. Balas de goma y gases lacrimógenos lanzados por la policía antidisturbios tailandesa contra una multitud enojada. Trabajadores de la salud agredidos en Canadá. Manifestaciones de hasta 150.000 personas en los Países Bajos.

La pandemia ha coincidido con un aumento de las protestas en todo el mundo. Durante los últimos 18 meses, la gente ha salido a las calles en India, Yemen, Túnez, Eswatini, Cuba, Colombia, Brasil y EE.UU. La cantidad de manifestaciones a nivel mundial aumentó en un siete por ciento de 2019 a 2020, a pesar de los cierres obligatorios de los gobiernos y otras medidas diseñadas para limitar las reuniones públicas.

¿Qué está impulsando este descontento internacional? Expertos alegan que es la misma pandemia. Personas de naciones más pobres protestan por la escasez de vacunas o implementos de protección personal, mientras que aquellos de países más ricos se oponen a lo que se percibe como violaciones de libertades civiles.

Pero las continuas protestas tanto en los países pobres como en los ricos no pueden explicarse simplemente como reacciones a la pandemia. La presencia de levantamientos simultáneos en países con diversos niveles de ingresos, tipos de gobierno y trascendencia geopolítica indica una desilusión más profunda: la pérdida de fe en el contrato social que moldea las relaciones entre los gobiernos y sus pueblos. En pocas palabras, los gobiernos de hoy parecen incapaces de ofrecer una gobernanza representativa y eficaz. Y los ciudadanos comunes ya están hartos.

Esta frustración se ha trasladado a las llamadas protestas covid-19 de hoy. Si bien muchas manifestaciones invocan explícitamente la pandemia, la preocupación mayor es la incapacidad de los gobiernos modernos para servir a la mayoría de sus poblaciones, especialmente a las clases medias y las más pobres. Este fracaso se hace visible por el creciente número de monopolios, el aumento del poder político de las corporaciones, la incesante desigualdad económica y las políticas que exacerban el cambio climático.

Agregue las respuestas fallidas a covid-19 y no es de extrañar que los ciudadanos tengan poca confianza en sus líderes, electos o no, para enfrentar estos desafíos. Después de que el presidente Iván Duque de Colombia intentó reformar el sistema de atención médica en abril y aplicar nuevos impuestos, incluso cuando la pandemia se disparó, hubo manifestaciones masivas y bloqueos a lo largo de todas las carreteras principales durante semanas.

Al comienzo de la pandemia, los expertos debatieron si serían las democracias o las autocracias las que estarían mejor equipadas para manejar la crisis. 19 meses después, está claro que ambos han luchado. La democracia, al menos en su forma neoliberal dominante, prioriza los derechos de los individuos y las corporaciones, mientras ignora las necesidades básicas del cuerpo social. Los gobiernos autoritarios, incluso en países con sistemas de bienestar sólidos, no pueden responder de manera efectiva sin avivar el resentimiento popular debido a su dependencia de la fuerza para garantizar el cumplimiento.

Esta es la razón por la que tanto Sudáfrica -que alguna vez fue un modelo de democracia neoliberal, ahora sumida en la corrupción- como Cuba -un modelo de autoritarismo del bienestar que inicialmente tuvo un desempeño superior en su respuesta al covid-19- se han enfrentado recientemente a desafíos sustantivos para su liderazgo.

Cualquier desafío social requiere una respuesta colectiva y todo emprendimiento colectivo requiere confianza. En muchos países, la confianza en el gobierno se ha visto afectada por líderes que depositan su fe en soluciones basadas en el mercado para el detrimento de la mayoría de los ciudadanos.

La confianza pública sigue siendo alta en algunas democracias ricas y con sólidos programas de bienestar social, como Nueva Zelanda y los países nórdicos. Pero incluso los países pobres en los que la confianza en el gobierno es alta, como Bangladesh y Vietnam, y el estado indio de Kerala, han logrado mejores resultados y han sido testigos de menos disturbios que sus pares centrados en el mercado.

La confianza social es algo precioso. Construirla puede demorarse generaciones, pero perderse en un instante.

La pandemia ha revelado la desconexión entre los gobiernos y sus ciudadanos. Estos últimos ahora exigen un mundo diferente, más justo 

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