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Mi vuelo se había atrasado y no había taxis esperando. Ni uno solo. Pero, de pronto, un alegre ecuatoriano que se gana la vida transportando a pasajeros atorados como yo me vio y me llevó hasta la ciudad. César —me dijo que se llamaba— maneja las madrugadas, está recuperándose de un ataque al corazón y se siente afortunado de que el coronavirus no lo dejó postrado en una cama como a su socio. Así me evitó otra espera; la del Uber o la del transporte público.
La ciudad parece cambiada. Menos gente, menos tráfico, menos tiendas, oficinas y restaurantes abiertos, menos turistas, menos intensidad. Pero detrás de cada neoyorquino hay un sobreviviente, alguien que representa esa nueva palabra de moda: resiliencia. Nueva York está muy golpeada. En esta ciudad de ocho millones de habitantes, más de un millón se contagió de coronavirus y los muertos superan los treinta y cuatro mil (diez veces más que los que murieron por los actos terroristas del 2001).
Lo primero que notas en Nueva York, luego de lo peor de la pandemia, es que en las calles no hay tantos taxis como antes. Uber y Lyft le han quitado lo amarillo a la ciudad. Es cierto, también hay menos congestiones de tráfico y un nuevo respeto por los repartidores de paquetes y de comida en bicicleta, que se volvieron esenciales con el coronavirus. Son los valientes en dos ruedas.
Hay montones de espacios comerciales en renta y edificios con oficinas apagadas. Los precios de las propiedades han caído. “Es una corrección”, me dijo con forzado optimismo un agente de bienes raíces. Y eso obliga a redescubrir la ciudad, a constatar quién sigue en pie y quién se fue.
Mi lugar favorito de pizza napolitana —con los bordes gruesos y salsa marinara— en el bajo Manhattan está cerrado y promete abrir este otoño. Pero en un solo fin de semana comí exquisitamente griego, italiano y japonés. Y en todos me pidieron tarjeta de vacunación e identificación, algo que agradecí.
Sin tantos visitantes, hay partes de la isla que parecen bucólicos barrios provincianos. Eso tiene su encanto cuando estás rodeado de rascacielos de cincuenta pisos o más.
Lo otro que brinca es que parece que hay menos trabajadores haciendo lo mismo que antes. Eso explica los retrasos —menos mecánicos para los aviones, menos meseros en los restaurantes, un solo empleado a cargo de toda la tienda...—, las filas y las historias de supervivencia. Todos tienen algo que contar de la ciudad que fue el epicentro de la pandemia en Estados Unidos a principios del fatídico 2020.
Nueva York es una de esas ciudades que marcan tendencia y que muchos copian. Por eso es importante ver cómo están saliendo de esta crisis.
En Times Square, el centro comercial y de entretenimiento de la ciudad, todos parecen estar muy fuertes e inmunes al covid-19. O quizás aburridos y fatigados de tanto aislamiento. Una noche de sábado me agarró una ola de gente y me arrastró desde una esquina hasta la otra. Mis dos dosis de vacuna y el cubrebocas no parecían suficientes ante la proximidad de tanto desconocido. Pero el gentío, el ruido, la música a retumbar, el movimiento y el sentirte parte de un colectivo por primera vez en más de un año llenaba de energía cualquier corazón. (Mis dos pruebas de covid-19 después del viaje han salido negativas. Afortunadamente).
Nueva York ha vuelto a levantarse. Recuerdo, con tristeza, las imágenes de las noches de ambulancias, el retiro de los cuerpos de los muertos por covid-19 de los edificios, los paramédicos que no se daban abasto, el buque de guerra que llevaron al puerto en caso de que los hospitales reventaran, la incertidumbre cuando no había ni vacunas ni información confiable y los aplausos de la gente al atardecer y desde sus ventanas a los trabajadores esenciales.
Todo eso ya pasó. Me gusta la nueva Nueva York. Es una ciudad de sobrevivientes. Pero también es más vivible, más humana y más fuerte que nunca. Jamás dudé de que saldrían —¡otra vez!— adelante. Nueva York me recuerda la estrofa de una canción de Nacha Guevara que, desafiante, dice: “Tiempos mejores, tiempos peores viví, y aquí estoy”