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Asunción es la fiesta del acontecimiento que enunciamos así: “El dichosísimo tránsito de María Santísima en cuerpo y alma de esta vida mortal a la eterna”. Misterio que en realidad corresponde a María y a todo hombre, pues todos somos criaturas del Creador, hijos del mismo Padre, que nos ha creado por una decisión irrevocable de su infinita sabiduría, gracias a la cual, disfrutará eternamente de nosotros.
Asunción viene de asumir, que es tomar para sí, hacerse responsable de una persona o cosa. Lo que hace el Creador con sus criaturas, el Padre con sus hijos. En la Asunción, destacamos de modo especial a la Virgen María, cuyo comportamiento fue siempre transparente, pues, según San Juan de la Cruz: “la gloriosísima Virgen [...] nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo”, de modo que su cuerpo y alma se mantuvieron en armonía.
La liturgia, inspirada en San Pablo (2 Cor. 5,1), ora así: “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. Al celebrar en María el misterio de la Asunción, celebramos también el misterio que cada ser humano vive a su modo en cuerpo y alma, sus dos dimensiones esenciales, distinguibles, no separables. Soy un alma en un cuerpo, un cuerpo en un alma, y así, todo me acontece en cuerpo y alma. Lo que afecta mi cuerpo, afecta mi alma; lo que afecta mi alma, afecta mi cuerpo.
Voy naciendo, viviendo, muriendo y resucitando en cuerpo y alma simultánea y dinámicamente. Al morir acabo de nacer en cuerpo y alma, que es resucitar. El cadáver no es el cuerpo, sino el residuo que queda en un proceso de transformación radical en cuerpo y alma hacia la plenitud de la vida, que es Dios. Resucitar es vivir la asunción, ser asumido definitivamente por el Creador, participar de su vida divina.
Si orar es cultivar la relación de amor con Dios, cuando oro, estoy viviendo el misterio de la asunción, pues en la oración me estoy dejando asumir por Dios, acontecimiento que culmina en la muerte, pues según San Agustín, “Después de esta vida, Dios mismo es nuestro lugar”.
Además de la oración, siempre que hago el bien y evito el mal, estoy viviendo el maravilloso misterio de la Asunción, porque estoy actuando como María al dar esta respuesta al saludo del ángel: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). La dicha, la mayor dicha