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Ese modelo de universidad está en vía de extinción. La inteligencia artificial ya puede sintetizar, estructurar y transmitir conocimientos con una eficiencia y un costo que las universidades modernas no pueden igualar.
Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu
Un gigantesco meteorito amenaza a las universidades, y pocos dentro de ellas parecen comprender su magnitud. Con la consolidación de la inteligencia artificial, muchas universidades desaparecerán, y las que sobrevivan serán más pequeñas y menos influyentes. Para imaginar el panorama que dejará esta transformación, conviene mirar al mundo universitario de principios del siglo XIX.
Hoy, especialmente en el mundo hispano, las universidades se perciben como el espacio donde las personas adquieren las habilidades que el mercado laboral especializado demanda. Así, su principal fuente de ingresos proviene de ofrecer cursos a personas que los ven como una inversión rentable en términos de empleabilidad.
Sin embargo, esta identidad es relativamente reciente. Hasta mediados del siglo XIX, las universidades en el mundo occidental cumplían un rol muy distinto: eran instituciones donde las élites enviaban a sus hijos para adquirir los valores y símbolos propios de un adulto distinguido. En ellas se aprendía latín, griego antiguo, filosofía política y deportes de caballeros. Más importante aún, eran el espacio donde los jóvenes de la élite se conectaban con sus pares de otras regiones, en una época en la que los estados nacionales aún no estaban plenamente consolidados.
En otras palabras, las universidades eran el escenario del rito de paso a la adultez de las élites, no el lugar donde las personas del común aprendían las habilidades que el mercado laboral demandaba. Quienes buscaban aprender habilidades valoradas por el mercado no acudían a una universidad, sino que entraban como aprendices en talleres bajo un sistema de mentorazgo. Allí, a través de años de trabajo con un maestro, se desarrollaban las destrezas técnicas de su oficio y los conocimientos para aprovecharlas mercantilmente.
La modernidad cambió esto. La progresiva codificación del conocimiento, el crecimiento de las clases medias y la expansión de los mercados permitieron explotar economías de escala en la enseñanza de habilidades demandadas comercialmente. Fue así como las universidades modernas se hicieron viables, gracias al flujo constante de estudiantes dispuestos a pagar para mejorar sus perspectivas en el mercado laboral. Adicionalmente, la consciencia de una forma eficiente de aumentar la productividad de las masas llevó a gobiernos y filántropos a impulsar la expansión de estas universidades.
Ese modelo de universidad está en vía de extinción. La inteligencia artificial ya puede sintetizar, estructurar y transmitir conocimientos con una eficiencia y un costo que las universidades modernas no pueden igualar. Además, lo hace de manera flexible, a demanda y sin las restricciones y rigideces de los largos programas universitarios.
En el mediano plazo, es difícil pensar que alguien que necesite aprender algo que el mercado laboral le exige, piense que ir a la universidad es la forma más efectiva de hacerlo.
Ahora bien, las universidades modernas ofrecen más que formación profesional, y es por ello que no desaparecerán por completo. Como les explico a mis estudiantes en Stanford—quienes pagan decenas de miles de dólares al año por estar allí—nuestra universidad ofrece tres cosas:
1. Infraestructura y servicios de campus (gimnasios, jardines, piscinas).
2. Conocimiento impartido en el aula (clases, explicaciones, talleres).
3. Redes sociales y prestigio (contactos, amistades, reputación de pertenecer a un círculo social de alto estatus).
Lo primero puede sustituirse a un menor costo con una membresía a un club campestre. Lo segundo, ya relativamente homogéneo entre universidades, será ofrecido por empresas de inteligencia artificial a una fracción del precio actual. Lo tercero, sin embargo, sigue sin tener un buen sustituto.
Este último factor garantizará que las universidades continúen existiendo, al menos aquellas que ofrecen alto capital social. Lo mismo ocurrirá con ciertos aspectos del prestigio académico y con una fracción de la investigación, especialmente en disciplinas donde el sector privado tiene poco incentivo para invertir, como la filosofía o las humanidades. No obstante, su financiamiento dependerá cada vez más de la filantropía, el sector público y estudiantes adinerados que no busquen un retorno económico de su educación.
En consecuencia, las universidades pasarán de ser instituciones centrales en la sociedad a ocupar un papel marginal, sostenidas por las élites económicas y políticas, tal como lo eran hace 200 años.
Frente a esta realidad, quienes formamos parte del mundo universitario debemos ser honestos: las universidades no son valiosas por derecho propio. Si no logramos demostrar nuestro valor, terminaremos desapareciendo.