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Lo que esta columna busca es señalar los grandes retos teóricos que enfrenta todo aquel que busque cambios sociales profundos. Llamarse revolucionario es fácil, pero ser uno efectivo es tremendamente difícil.
Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu
El mundo moderno está basado en el culto al revolucionario. Los mitos fundacionales de prácticamente todas las naciones-estado contemporáneas tienen como protagonista a una figura que lideró la destrucción del sistema previo y abrió las puertas para la creación del actual, mejorando con ello la vida de todos sus conciudadanos y la de sus descendientes —piensen en los nombres de George Washington, Simón Bolívar, Mao Zedong u Ho Chi Minh.
Más allá de cuán veraces sean estos mitos y las descripciones de aquellos personajes, no puedo evitar ver con cierta desidia a la mayoría de quienes, inspirados en esas historias, se consideran a sí mismos revolucionarios hoy en día. Les explicaré por qué.
Para empezar, siento que en la noción de “el revolucionario” hay un tremendo facilismo analítico. La esencia revolucionaria exige pensar que los problemas de la sociedad son estructurales; es decir, que son producto del equilibrio económico y político. Y esto, de cierta forma, es trivialmente correcto. Por supuesto que todo lo malo de la sociedad proviene de cómo está configurada. Si estuviera configurada de forma diferente, sería otra criatura con otro tipo de males y bondades. En la práctica, esto se traduce en que las conversaciones con quienes se perciben a sí mismos como revolucionarios suelen ser muy poco estimulantes intelectualmente.
Del origen estructural de los males y bondades de la sociedad viene mi segunda queja. Los revolucionarios suelen ignorar que sobre la estructura del sistema también se sostienen las virtudes de la sociedad. Es decir, así como todo lo malo del mundo es, fundamentalmente, producto del equilibrio social, todo lo bueno también suele serlo. En ese sentido, destruir el sistema completo implica también destruir las cosas buenas. Sin embargo, la reflexión juiciosa sobre si lo malo de la sociedad es tan grave que justifica destruir todo lo bueno, normalmente está ausente en la argumentación de los revolucionarios que nos rodean.
En tercer lugar, incluso cuando el revolucionario logra persuadirnos de cuán pérfido es el equilibrio social actual y de que amerita destruir el sistema entero, con sus bondades incluidas, rara vez tiene él claridad sobre si un equilibrio mejor existe o puede construirse. Es decir, una cosa es estar convencido de que un sistema es más malo que bueno, y otra muy distinta es saber que existe otro sistema posible, menos malo y más bueno. Por supuesto que nadie puede tener certeza sobre los mundos que aún no existen, pero el revolucionario no acostumbra acompañar su llamado al cambio con una reflexión juiciosa y realista sobre cómo será ese mundo al que llevará el cambio. Normalmente, el referente no suele ser más que una proyección onírica de una sociedad con todas las bondades que los sueños pueden albergar.
Finalmente, incluso cuando uno está dispuesto a compartir la fe del revolucionario en la existencia de un equilibrio moralmente superior, este rara vez menciona los perjuicios de movernos hacia ese equilibrio o cuán estable aquel es. Es decir, una vez que un sistema se destruye, el nuevo no surge espontáneamente: hay que construirlo, y eso tiene todo tipo de costos. Además, que ese sistema pueda mantenerse en el tiempo tampoco es obvio. Es perfectamente posible imaginar un sistema que enfrente una gran oposición de fuerzas externas, por ejemplo, y que, por más beneficioso que sea para quienes lo habitan, no dure mucho porque será atacado permanentemente desde afuera. El punto es que, bastante, nos pide alguien al invitarnos a destruir el sistema en el que vivimos, con la promesa de construir uno mejor, pero sin ofrecernos una idea de cuánto costará ni cuánto durará.
Espero que noten que nada de esto implica que considere fútil la crítica al sistema. Buena parte de mi trabajo diario consiste justamente en criticarlo. Tampoco quiere decir que no existan personas cuyos esfuerzos transformen drásticamente nuestra sociedad para bien y que merezcan nuestro apoyo. Buena parte de mi labor también consiste en ofrecer ese apoyo. Lo que esta columna busca es señalar los grandes retos teóricos que enfrenta todo aquel que busque cambios sociales profundos. Llamarse revolucionario es fácil, pero ser uno efectivo es tremendamente difícil.
Además, espero que con esto se reconozcan los retos morales de esa tarea. Con frecuencia, el revolucionario considera evidente su bondad. “Los estoy liberando de la tiranía, ¿cómo no va a ser esto deseable?”, es el tipo de argumento que subyace. Sin embargo, la labor de un revolucionario, más que la de un libertador, es la de un líder migratorio. Lo que un revolucionario hace es convencer a una comunidad de que su lugar actual es demasiado perjudicial para mantenerse allí y que, por tanto, deben abandonar cualquier esfuerzo por mejorarlo. Lo que él les promete es llevarlos a otro lugar mejor. No hay nada obvio acerca de la bondad de dicha empresa. Así, aunque muchos están motivados por los aplausos del pueblo al pisar la tierra prometida, lo que el revolucionario “bueno” realmente debe pensar es si está dispuesto a cargar con la responsabilidad de guiarlos durante el arduo trayecto hacia ella.