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Una tarde de verano en bicicleta y un zarzal lleno de moras. Ese es el recuerdo que me evoca la palabra felicidad. He pasado toda mi vida entre asfalto y, aún así, es el olor a la tierra mojada por una tormenta estival o el perfume embriagador de los campos norteños cubiertos de manzanilla los que me transportan a ese estado gaseoso y etéreo donde reinan la placidez y la quietud. Y es que, por muy necesarios y contemporáneos que nos resulten, el hormigón, el acero y el cemento son inodoros. Y los humos de los coches y sus bocinas sonando al unísono no conforman un escenario embriagador que digamos. Un servidor de ustedes nació hace ya algún tiempo en Bilbao, una ciudad industrial, gris como pocas, a la que en los años 80 del siglo pasado se le descosió la siderurgia y se le abrieron los cielos de repente. Y de allí pasé a Madrid y de Madrid a Londres. Y entre estas dos ciudades he vivido buena parte de mi existencia. Urbanita al 100%, de esos a los que, cuando llega la Semana Santa, no tienen pueblo al que ir porque todos sus parientes son más de asfalto que La Gran Vía. Sin embargo, mi anhelo es tener un terrenito donde plantar limoneros, naranjos y perales. Donde, entre eucaliptos, pinos y palmeras, colgar una hamaca para mecerme a ver pasar nubes con el susurrar del mar y el chirriar de las cigarras acunando mi letargo. Sueño con repoblar de árboles la tierra yerma que la despoblación ha abandonado. Y en volver a saludar a quien me encuentre al paso, con el tiempo necesario para conversar un rato. A contracorriente siempre.
Por si fuera poca la estrechez de una eternidad entre nichos, el ser humano transita hacia una vida de hacinamiento. La población residente en áreas urbanas habrá sumado 2.500 millones de personas en todo el mundo en 2050, hasta representar el 68 %. Dos de cada tres personas vivirán en ciudades, un hábitat complejo como pocos. Ese incremento se concentrará, según las proyecciones de la ONU, en tres países: China, India y Nigeria.
Hasta mediados de siglo, India habrá añadido 416 millones de residentes en áreas urbanas; China, 255 millones y Nigeria, 189 millones.
La tendencia es imparable: en 1990 había 10 “megaciudades” en el mundo -núcleos con más de 10 millones de habitantes-, hoy su número asciende a 33. Estas metrópolis han pasado de acoger un 7 % de la población mundial a un 13 %.
Resulta paradójico que cuanto más cómoda se ha vuelto la actividad agrícola y ganadera, gracias a la tecnología y a la maquinaria, y más conectados estamos todos, independientemente de dónde vivamos, más vacíos se quedan nuestros pueblos y campos. Esas comunidades vivibles donde todo el mundo se conoce, con sus ventajas e inconvenientes, van camino de desaparecer por espacios que nos sobrepasan, nos empequeñecen y en los que el anonimato puede dar paso a la soledad extrema. Porque si hace un siglo vivir en una ciudad era garantía de longevidad, hoy la calidad de vida está entre las ovejas y vacas, donde el aire es puro y el estrés, que mata más que el tabaco, es un cuento chino.
Aunque yo ya no puedo escapar a mi destino, todas las ventajas nos aguardan en una vida en el campo. Para quienes estén a tiempo: huyan de las ciudades. ¡Lleven la contraria, el glamour es agrícola! O acabarán viviendo como termitas.