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En vísperas de unas votaciones presidenciales (en vísperas de una votación cualquiera), se impone reflexionar sobre el dilema que se plantea en el título de esta columna. Porque mañana, pase lo que pase, todo se reducirá a esto: alguien o algunos triunfarán y alguien o algunos habrán pedido.
Y es que el mundo se divide en dos: los triunfadores y los derrotados. Los que ganan y los que pierden. Tanto en la historia como en la vida privada. Es bueno, por lo tanto, estar preparados para ello. La derrota, y no es precisamente un consuelo, es un lugar privilegiado para contemplar y analizar al triunfador y entender que los laureles suelen ser fugaces y transitorios. Y amargas, a la larga, las mieles del triunfo.
El victorioso sabe, desde su impenetrable soledad que con el triunfo se agranda, que los aplausos y los vivas que lo rodean no son sinceros y a menudo encubren intereses inconfesables. Y descubre que detrás de los abrazos y los augurios hay miedos y cobardías que la victoria suele obnubilar.
La victoria, por lo demás, adquiere matices de comedia en la reacción de los seguidores del triunfador. Surgen entonces los heroísmos inventados, los cantares de gesta imaginados, las crónicas fantásticas y, por supuesto, el coro de aduladores encargados de ocultar o tergiversar la vedad para no acibarar los sabores dulces del triunfo.
Pero si no es fácil degustar con elegancia y sensatez las mieles del triunfo, tampoco lo es tragarse las hieles del fracaso. Una de las satisfacciones del vencedor, supongo, es saber que aquel a quien derrotó sigue agarrado al clavo caliente del resentimiento, que lo carcome el rencor (o la envidia), que su existencia se agosta en la amargura.
Dos tentaciones pueden asechar al vencido: la de sentirse víctima irredenta o la de creerse héroe glorioso. Las dos favorecen al que ha triunfado y pueden ser síntomas de sumisión, de entrega. No hay que olvidar que los martirios sirven, en primera instancia, al tirano y que el heroísmo es, muchas veces, un sacrificio inútil.
Las condecoraciones póstumas son de gran consuelo, pero no son, precisamente, un parte de victoria. Las batallas se libran en el terreno de la realidad. Ahí se ganan o se pierden. Los poemas épicos y las novelas de guerra las escriben, por regla general, quienes nunca pelearon.
Después de la guerra, después de todo armisticio o rendición, saboreando el vencedor las mieles del triunfo y la hiel de la derrota el vencido, ambos acabarán encontrándose, generalmente en medio de la destrucción mutua, con una verdad a secas que nunca podrá ser botín de guerra. Una verdad que ni la gana el que triunfa, ni la pierde el derrotado. La verdad de la paz. La paz que brota, que debe brotar de todas las victorias, de todas las derrotas.
La invitación a votar, pues, que se impone en este día previo a una jornada electoral, es también a estar preparados para ganar o para perder. Hay que tener la grandeza de saber triunfar. Y el valor, que es también grandeza, de saber perder