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De las creadoras de “los huevos son fruto de una violación” llega “la caña de pescar es un arma”, una nueva vuelta de tuerca a la perniciosa seudo ciencia animalista ambientada en el mar. Un apasionante thriller donde los pescadores son unos asesinos capaces de las mayores atrocidades con tal de capturar seres indefensos como los atunes, por poner un ejemplo, un bicho que de un aletazo le arranca la cabeza al mismísimo Aquaman.
Quizá sean afortunados y no les hayan llegado al móvil los disparatados vídeos grabados por las activistas feminazis de “Almas veganas”, unas chaladas desgraciadamente españolas –tenemos de todo por aquí– a las que las películas de Disney han dañado el cerebro de forma irreversible. Estas insensatas, que han creado un santuario para gallinas en donde los gallos no puedan “violarlas”, consideran que “utilizar animales es una actitud “especista y fascista”, incluso para alimentarse. Ahí es nada.
Sin embargo, no deberíamos tomarnos a la ligera las sandeces de estas tipas porque el radicalismo de la secta animalista va a más en todo el mundo y empieza a calar en algunos sectores “progresistas”, a pesar de que va en contra de las leyes de la naturaleza que los propios animalistas dicen defender. La cosa es tan grave que hasta a la ONU se le ha ido la olla al afirmar que debemos restringir el consumo de carne de vacuno para salvar el planeta del calentamiento. Resulta que las pobres vacas no tienen la culpa de nada. En los últimos 30 años se ha disparado el consumo de carne, pero el 77 % de los animales que se producen para la alimentación en el mundo son el pollo y el cerdo. Cada especie contribuye al cambio climático de manera diferente. Los rumiantes, con la emisión del gas metano; los monogástricos con la de óxido nitroso y de CO2. El metano tiene un potencial de calentamiento 28 veces mayor que el CO2 y dura en la atmósfera diez años. Pero el CO2 y el óxido nitroso duran más de 100 años. Por tanto, las vacas no son las culpables del cambio climático. Así lo aseguran todos los expertos, pero da igual porque a los animalistas radicales no les interesa la verdad sino vivir en el bosque de Bambi.
Saben que soy un firme defensor del respeto animal, de los cerdos hasta los insectos. No tienen más que releer la columna que publiqué el pasado dos de julio, titulada “La digna vida de las polillas”. Por serles franco, a veces parezco hecho de algodón de azúcar. Sin ir más lejos, este mismo verano he prohibido a mis hijos Malena y Diego que se lleven los cangrejos ermitaño que recogían en sus inmersiones mediterráneas a casa como si fueran mascotas.
Y es que de tanto ver dibujos animados distorsionados y películas de Walt Disney en las que las cebras y los antílopes veneran a una manada entera de leones veganos, los niños y muchos adultos hemos perdido la perspectiva y creemos que el mundo animal es dulce y armonioso, y que en el mar los pececillos cantan y los mariscos baten palmas.
Soy tan respetuoso con los animales que, descontadas las avispas, tengo por costumbre no matar un solo bicho que no vaya a comerme. Que soy un fascista, vaya y de las SS, porque le doy al jamón ibérico de bellota con lujuria cada vez que tengo ocasión. Y a los huevos fritos con chorizo, aunque para las “activistas” de Almas Veganas los huevos sean fruto de la violaciones de las gallinas.
Y es que yo nunca vi películas de Disney de pequeño, me gustaban más los documentales de naturaleza. En serio. En ellos había sangre y violencia a raudales, más que en cualquier película de acción. Con ellos descubrí que el mundo es un lugar salvaje y que solo el hombre ha logrado dominarlo– hasta cierto punto– y dulcificarlo en la medida de lo posible. Tanto como para permitir que la secta adoradora de Disney nos torture con sus sandeces. Igual habría que dejarles una temporada en la sabana o en la jungla. Para que se hermanen con leones, tigres, jaguares, serpientes venenosas, mosquitos y tarántulas. Y juntos bailen felices al son del “hakuna matata”.