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Aún si se la encuadra en sus dimensiones precisas, más modestas de lo que la tendencia oficial al aspaviento y a la utilización de cualquier acontecimiento por mínimo que sea como instrumento de propaganda y de captura de la opinión pública nacional y foránea, el acuerdo conseguido en La Habana sobre desminado merece a mi entender el aplauso y gratitud de todos los colombianos. Su significado irreductible es el de la repulsa bilateral, a la más infame de las prácticas contra la humanidad que, junto al secuestro y a la técnica del asesinato mediante procedimientos de inaudita crueldad utilizados para consumarlos sin ruidos delatores que alerten a los vecinos, han sido recurso de las Farc para envilecer su ejercicio criminal. En fin de cuentas, el logro obtenido por De la Calle y sus compañeros implica hacer cesar la siembra sacrílega del territorio común de los colombianos de muerte y destrucción.
Ese acuerdo no es tanto como se ha dicho, pero es suficiente para que tenga que ser registrado con regocijo. El Estado, responsable político de la habitabilidad del suelo patrio, se une al responsable moral y jurídico de la conversión del territorio en instrumento de desolación para recuperar el paisaje en favor de la vida. Está claro que el papel de las Farc será prácticamente inexistente, apenas un complemento marginal de la tarea del Ejército, y también lo está que la asunción por el Estado de una empresa que correspondería a quienes sembraron las minas como una contribución obvia a la regularización del conflicto antes de terminarlo, trastrueca los papeles propios de cada uno, pero así y todo constituye una señal de aliento porque entraña el repudio de una forma atroz de hacer la guerra.
Es difícil, en cambio, dar crédito a la prédica de que el cese de los bombardeos no es la concesión que a cambio otorga la comunidad nacional a los subversivos y que la renuncia al medio táctico que inclinó la balanza en favor de las fuerzas del orden no sea, como tiende a percibirlo el ciudadano común, un impulso unilateral que se suma al de las Farc de acompañar al Ejército en el desminado para integrar juntos el embrión del inminente cese al fuego.
Bienvenido entonces este avance, que acaso sea el último o el único en el proceso antes de la formalización de los acuerdos con los gigantescos sacrificios que nos serán impuestos dentro de poco. El ritmo acelerado que se viene registrando en la preparación de la sensibilidad moral de los colombianos para inclinarnos a aceptar lo que hasta hace poco parecía impensable, así lo indica. Ese frenesí no sorprende a quien, antes de ahora, haya observado con atención las condiciones de la negociación de La Habana. Desde el comienzo, ésta se estructuró bajo la técnica de abordar y resolver la materia blanda de cada uno de los grandes temas y la procrastinación de sus contenidos arduos para acordarlos de prisa en el tramo final. Para entonces, el abultado saldo de acuerdos que no causan alarma debe operar como masa gravitacional que incline a la resignada capitulación en lo no pactado a fin de asegurar lo que a la sazón será visto cuantitativamente como logro irrenunciable que justifica cualquier desenlace.
Inició ese galope el señor Fiscal General con la apología del escamoteo a la democracia en la validación de los acuerdos cuando descalificó al referendo como jurídicamente innecesario y políticamente inapropiado, así como con la exaltación de los crímenes de derecho común a la condición de ilícitos políticos condonables. Lo siguió el inquietante nuevo Presidente de la Corte Suprema con la escandalosa proclamación de un supuesto derecho de los gobernantes a arrasar toda institución constitucional que el capricho o la mala fe hagan ver como obstáculo al propósito de paz, claro está, según el juicio connivente de un Ejecutivo inclinado a la condescendencia y de una fuerza subversiva convencida de que su aceptación de la impunidad que se le ofrece es un homenaje suyo al bien supremo del que nos privaron durante décadas. Después, la fórmula Gaviria-De La Calle-Santos sobre la extensión de la justicia alternativa al Ejército Nacional, equiparado así implícitamente con aquella, y a los animadores de la violencia desde la retaguardia. Con el añadido, más importante aún, que la aparente uniformidad de trato a todos los actores del conflicto, de la ampliación de la excepcionalidad penal al tratamiento de todos los delitos en que se hayan comprometido unos y otros. Le dio alcance a esta fórmula el complemento de la “luz de esperanza” (¡!) descubierta en un voto concurrente emitido a propósito de un fallo de signo contrario de la Corte Interamericana que, convenientemente amplificado, permitiría abatir la fortaleza jurídica de las restricciones que para el olvido del Derecho Penal imponen las categorías jurídicas universales. No queda ya faltando más que la Constituyente de Leyva, que viene a pasos contados a despecho de los enfáticos discursos oficiales sobre su impropiedad como escenario para validar los acuerdos, y de la evidente injusticia de derribar la Constitución de todos los colombianos con el solo objeto de complacer a quienes nunca la aceptaron sin ninguna justificación de su repulsa.
Urge analizar cada una de estas etapas hacia la refundación de la Patria. Prometemos a los lectores acompañarlos en esa insoslayable tarea de la conciencia civil.
*Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia
y exconstituyente..