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Columnistas | PUBLICADO EL 31 diciembre 2020

Fábricas de amor

Hernando Uribe Carvajal, ocd.

Existen dos fábricas de amor. La fábrica del amor, Dios, y una fábrica de amor, el hombre. Fábricas que no se parecen a ninguna otra, pues, por ser vivas, son de novedad continua, por lo cual requieren atención constante.

Por ser infinito, Dios vive fabricando amor. Y el hombre fabrica amor en la medida en que se propone, sobre todo si cuenta con la fábrica infinita del amor, que está siempre a su disposición, y cuyo desafío es asustador por su infinita generosidad, pues cuanto más cuenta con ella, más amor produce.

Dios, por ser amor, sale de sí mismo a crear criaturas de amor. Toda criatura, el hombre en especial, es puro alarde de amor, de lo que el Creador es, el cual, si de algo se sirve, según san Juan de la Cruz, es de engrandecer al hombre, y no hay cosa en que más lo pueda engrandecer que igualándolo consigo, pues el amor iguala al amado con el amante.

Un enemigo mortal invisible tiene desconcertado al hombre del siglo XXI. Quién es, de dónde viene, qué camino recorre y adónde se encamina. La polarización, la corrupción, el atropellamiento del cosmos, la politiquería, el suicidio, el deterioro de la familia y el descuido de sí mismo ante el deslumbramiento de la ciencia y la técnica, son realidades que agravan el desconcierto cual barco a la deriva.

En una fábrica de amor hay máquinas de amor. La fábrica divina del amor es a la vez, en su simplicidad absoluta, la máquina del amor. En la fábrica humana de amor, cada sentido del cuerpo y cada potencia del alma es una máquina de amor. Ojos, oídos, olfato, gusto y tacto son máquinas de amor: mirar, escuchar, oler, gustar, hablar y tocar con amor. Memoria, entendimiento y voluntad son también máquinas de amor: recordar, pensar y sentir con amor.

Quien se pregunta cuánto ama para lo que puede y debe amar, si es sincero en su respuesta, se sentirá avergonzado de lo poco que ama, comenzando por sí mismo, pues en la cultura ambiental el amor a mí mismo se confunde con el egoísmo y la egolatría, desconociendo el mandamiento fundamental de amar a mi prójimo como a mí mismo.

“Ama y haz lo que quieras”. Si me aplico esta invitación de San Agustín, me desconcierta el abandono en que vivo de mí mismo. Por lo cual hago de la pandemia la oportunidad para cultivar con esmero la fábrica de amor que soy dando buen mantenimiento cotidiano a cada máquina de amor de mi cuerpo y de mi alma.

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