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Por Esteban Restrepo Monsalve - @EstebanRestrepoMonsalve

Nadien lee

hace 5 horas
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Por Esteban Restrepo Monsalve - @EstebanRestrepoMonsalve

Entrar a una librería en Colombia un sábado en la tarde suele ser un acto de soledad. Pasillos vacíos. Y, sin embargo, la narrativa oficial insiste en que somos un país lector. Según la Cámara Colombiana del Libro, cada colombiano lee en promedio 3,7 libros al año. El dato suena alentador... hasta que lo comparamos: España está alrededor de 9, Francia de 14, Reino Unido de 15 y Estados Unidos de 17. Frente a ellos, seguimos siendo un país donde, en la práctica, no leemos.

En 2024 se vendieron 38 millones de ejemplares, pero divididos entre 50 millones de habitantes son apenas 0,7 libros por persona al año, y la mayoría no son lecturas voluntarias. ¿De donde salen los 3,7 libros por año? No lo sé.

A principios de este año, Juan José Gaviria escribió en Generación de El Colombiano una columna irónica titulada “Ante todo, no abras una librería”. Describe las dificultades del oficio: facturas que no cuadran, nóminas, arriendos, clientes quejumbrosos. En su relato, quienes soñaban un trabajo relajado terminan aplastados. Su consejo: mejor no abrir más librerías.

Puedo entenderlo desde dentro —yo mismo fui librero— es un oficio hermoso, pero exigente. Sin embargo, discrepo profundamente de su conclusión. No creo que sobren librerías; creo que faltan muchas más. Colombia tiene solo 484 librerías distribuidas en 48 ciudades; apenas el 5 % de los municipios tiene una. Siete departamentos no tienen ninguna. En Colombia hay una librería por cada 100.000 habitantes, muy lejos de la recomendación de la UNESCO de 13 por cada 100.000. En comparación, Buenos Aires tiene más de 20 por cada 100.000; Lisboa supera 40. No hay forma de construir una cultura lectora si los libros están tan lejos.

Y no es solo la distancia física. Un libro nuevo en Colombia suele costar entre 60.000 y 90.000 pesos, mientras el salario mínimo en 2025 es de 1,4 millones. Eso significa que un trabajador al mínimo podría comprar, con todo su ingreso, entre 15 y 20 libros al mes. En España, con 1.184 euros de salario mínimo y libros de 15, se podrían comprar casi 80. En Estados Unidos, cerca de 90. Aquí, el libro es un lujo. Y ese lujo alimenta un círculo vicioso: se venden pocos, los tirajes son pequeños, los costos altos y los precios nunca bajan.

Ese círculo mantiene el libro como privilegio, no como derecho. Y aunque soy testigo de lo difícil que puede ser sostener una librería, eso no debe detenernos de comprender su potencial como infraestructura cultural del país. Tal como el Estado invierte en hospitales o escuelas, debería hacerlo en librerías públicas, mixtas, itinerantes. Lugares que estén cerca de la gente, donde los niños descubran historias, donde las voces cobren vida.

La paradoja es dolorosa: los informes oficiales celebran que leemos más, cuando en realidad compramos y leemos muy poco, y en muchas ciudades pequeñas es más fácil encontrar un casino que una librería. Si de verdad queremos cambiar eso, hay que invertir en librerías, en acceso, en educación lectora y en precios justos. Porque mientras no acerquemos los libros a la gente, seguiremos siendo el país donde nadien lee.

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