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Soy una escéptica, no creo en los santos, ni en los espíritus, ni en la magia, ni en los sueños.
A continuación voy a contradecir todo lo que acabo de afirmar, por un hecho transformador: escribir la vida de alguien.
Desde hace algunos años escribo perfiles periodísticos; en buena medida elegí ese género orientada por el poeta Élkin Restrepo, mi editor y maestro. Pero es que perfilar es caretear en los arrecifes, mientras que escribir una biografía significa bucear mar adentro.
“Cuando aceptás escribir una biografía tenés que elegir entre ser buena periodista o buen ser humano: ¡no podés ser los dos a la vez!”, me dijo un amigo escritor a manera de consuelo.
Y es que partí de una premisa falsa sobre cómo se honra una vida a través de la escritura. Ni las hagiografías están libres de “pecado”.
¿Cómo capturar la humanidad del personaje? ¿A qué aspiran los perfiles de Stefan Zweig, Leila Guerriero o Gay Talese; autobiografías como la de Agatha Christie o Héctor Abad, las biografías de Samuel Johnson, de James Boswell, o “Convertirse en Beauvoir”, de Kate Kirkpatrick (mi lectura actual)?
Desde hace varios años observo la existencia de mi personaje. Escribí de él cuando estaba vivo, después de convertirme en su sombra durante algunos meses: traté de construirlo con apuntes en mis libretas y la selectividad de su memoria, con diversos círculos cercanos a él y, en fin, con las herramientas del método periodístico.
Es aquí cuando percibo el poder de lo que no puedo explicar con la razón, cuando la técnica del periodismo se queda corta ante el intento de dimensionar el sentido de la humanidad, cuando entra en cuestión algo que no sabría si definir como extrasensorial o como fragilidad de mi escepticismo...
A los catorce años fui con mis compañeras del colegio a una finca en el Suroeste. Cuando apagaron las luces y aquella casa colonial quedó completamente oscura, una niña murmuró: “¿Quién trajo la tabla ouija?”. Encendimos tres velas y jugamos como lo hacen las adolescentes al hacerle preguntas a un muerto. No recuerdo las respuestas, solo mi pavor.
Hoy, sin tabla ouija y sin fe en los espíritus, cuando mi casa queda completamente oscura, escribo la vida de alguien, lo someto a mi jerarquización histórica, a mi valoración ética (qué incluyo, qué desecho). Él no puede defenderse ni resistirse a mis palabras: “El destino conduce a quien se somete y arrastra a quien se resiste”, es la máxima que cierra la que fue una de sus obras favoritas: La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler.
Escribir la vida es armar un rompecabezas testimonial y documental que apela a tres recursos no racionales: la intuición, las casualidades y las ensoñaciones.
A mi personaje le encantaba hacer una “maldad”: cuando viajaba a fincas con su familia y armaban entre todos un rompecabezas, él solía esconder una ficha en su bolsillo hasta que la imagen estuviera casi completa, siempre con el ánimo de presidir el momento triunfal que se sella con el grito colectivo: “¡Terminamoooooooos!”.
Escribir la vida es un atrevimiento. Y un acto de piedad.
Después de muerto, mi personaje ha repetido su picardía favorita: escondió la última ficha del rompecabezas que es su vida. Pero esta vez no la guardó en su bolsillo, sino en el de cada lector.