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Y es que en Colombia envejecer es casi un delito. Un delito que se paga caro en plata contante y sonante, sea que se hable de una discriminación como la mencionada en este caso específico, o de los gastos en salud y seguros de vida.
Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com
Le pasó a un colega de vejentud. En un almacén de muebles de la ciudad le negaron una solicitud de crédito para comprar un sillón. Mostró su cédula para hacer los trámites y... “¡usted ya tiene más de 65 años. No es sujeto de créditos!”. Se sintió exactamente como un mueble viejo, como ese del que él quería deshacerse. Ni siquiera le preguntaron si tenía propiedades, carro u otros bienes para avalar su solicitud. El problema era ser demasiado viejo. Punto.
La historia ocurrió hace ya unos años a principios del mes de agosto, tan cacareado como el mes del adulto mayor, del anciano, de la tercera edad (cuyo problema, sea dicho de paso, no es que sea la tercera sino la última).
Y es que en Colombia envejecer es casi un delito. Un delito que se paga caro en plata contante y sonante, sea que se hable de una discriminación como la mencionada en este caso específico, o de los gastos en salud y seguros de vida. Por no mencionar otras injusticias a que es sometido el ciudadano cuando traspasa el paralelo 65, que llamo yo (como en la guerra de Corea) y que señala, en el mapa biológico y social, su batalla final contra la enfermedad y la muerte.
Hablo de un ciudadano de clase media, un empleado que a sus 65 años (peor si ha tenido la osadía de llegar a los 70 o más), ya está jubilado pero no tiene rentas ni ingresos distintos a una pensión que implica, por supuesto, desmejora evidente con respecto a lo que devengaba como asalariado.
Pasa, como en el caso del amigo de marras, en la simple denegación de un préstamo, o como le pasó a otro colega de vejeces (iba a decir, a otro viejito como yo) con el seguro de vida. A medida que aumentaban los años se le fueron incrementado las primas cada cinco años. Él se sentía joven y ni se daba cuenta. Le dijeron que era una norma inamovible de la legislación y que, además estaba en la letra menuda del contrato. Esa letra menuda que uno nunca lee y, si la lee no la entiende, porque está hecha para eso, para que no sea entendida. La solución era muy simple: o bajaba la prima, o quitaba amparos, o se retiraba.
Se retiró, claro. Porque también le advirtieron que a los 70 años, automáticamente con un aumento en el pago por haber sobrevivido otro lustro, tal vez el último de su vida, ya no habría cobertura de amparos y solo quedaría vigente el que tenía que ver con la muerte. Y que si se retiraba, lo perdía todo. Como quien dice, pagaría caro tanto el delito de envejecer como el de no haberse muerto. Mi amigo canceló el seguro. Y a la vuelta de los años, de todos los años (¡ni tan “dorados”, muchacho!) esa inversión, que él creía le iba a garantizar una vejez tranquila, se fue por la cañería.
Valga esta lamentación en el mes de las ánimas, en el que, ya muertos en un futuro, tal vez algún colega de vejeces rezará un réquiem por nosotros. Si Dios nos da vida. O mejor, si no nos da vida pero sí una buena muerte.