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Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com
Llega un momento en el que el ruido ideológico nos enferma y no queda sino una cura: el silencio. Llega la hora de dejar atrás todo. De olvidarse de votaciones y de elegidos, de mesías y de satanases, de mayorías y de minorías, de una democracia periclitante o de una dictadura amenazadora, de derechas que no están a la derecha y de izquierdas que tampoco están a la izquierda.
Una batahola ante la que mejor es callarse. Silenciarse. Bienvenido, pues el silencio. Un silencio que para que sea terapéutico requiere una reeducación no solo del oído sino, sobre todo, del alma. Como se aprende a oír música, se aprende también a oír el silencio. Todo un arte que no simplemente es una costumbre higiénica para la salud del cuerpo, sino que abre insospechados horizontes interiores. Cuando se toca la raíz del silencio se abren posibilidades inmensas a la propia realización y también, como consecuencia, se abreva en la fuente misma de la que brotan todas las energías para actuar y vivir en el mundo.
Hay métodos para silenciarse. La meditación, la relajación, las técnicas de respiración, la contemplación, etc., etc. El influjo de la filosofía y la espiritualidad orientales, tan de moda, reciben todo su auge de esta necesidad de silencio por parte del hombre contemporáneo al que se ha ido tragando el torbellino del ruido.
Lo métodos son buenos pero no únicos ni definitivos. Lo importante es el descubrimiento personal de ese hondón del espíritu donde suena lo que san Juan de Cruz, el gran poeta místico carmelita español, llama “la música callada, la soledad sonora”. Oír el silencio. Una vivencia mística, no en el sentido estrictamente religioso, sino en cuanto apertura del ser humano a algo que está más allá de la materia, más allá del ruido. Vale la pena ensayarlo. De pronto, así como en algunos momentos el ruido y las palabras y los discursos (también los políticos) nos revientan entre las sienes, así mismo llega el momento en que seamos invadidos serenamente por esa música callada del universo. Un silencio que casi se siente en las células. Un mendrugo de felicidad. Un silencio espiritual que también puede permear la política.
Digo lo anterior para expresar al lector que esta columna no había aparecido durante varias semanas por razones de fuerza mayor: dificultades de salud. Ha sido un largo silencio del que pido excusas al lector (si es que le hice falta). Ya estoy aquí de nuevo. Creo que siempre es beneficioso el silencio. Va a llegar un día en que, como se titula una novela inédita del recordado sacerdote envigadeño, Alberto Restrepo González, “El silencio empieza mañana” que, lanzo la idea, bien merecería ser publicada.