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Mejor que hablar de la instalación del Congreso (una radiografía de lo que fue el gobierno de Duque y un abrebocas de lo que tal vez serán los cuatro años de Petro en la Presidencia) mejor, digo, me acojo al sano ejercicio del estoicismo y le entono un canto elegíaco a los pequeños placeres de la vida. Y, en concreto, canto un himno en tono menor a la siesta. Después de todo, de ella sí saben mucho los padres de la patria cuando están embarcados en históricas y patrióticas sesiones congresionales. Y ella, la siesta, es bien arrullada por los discursos de senadores y representantes.
Es una lástima que hayamos perdido la grata y saludable costumbre de hacer siesta, que nos llegó de España, como el idioma, la religión y la fiesta brava. Para muchos es motivo de desprecio (como desprecian también la afición a las corridas de toros, al español y a la tradición católica) y la consideran una simple concesión a la pereza.
Fue el escritor español Camilo José Cela (1918-2002), Premio Nobel de literatura de 1989, quien bautizó así, no sin gracejo, como yoga ibérico a este cabeceo meridiano postprandial que ofrece una insospechada posibilidad de recuperación de energías para continuar la jornada. Un yoga, por supuesto, más cómodo, más placentero y menos virtuoso que el que nos han importado desde la India.
A estas alturas, si el lector no ha sido tan inteligente como para dejar de lado la lectura y ponerse sin remordimiento a descabezar un sueñecito (“schiacciare un sonnelino”, dicen sabrosamente los italianos), tal vez alguien se pregunte a qué viene esta inesperada defensa de la siesta.
Pienso que nuestra sociedad se ha vuelto hosca, malhumorada y violenta por obra y gracia (o desgracia) de haber ido cortándoles los hilos a los pequeños placeres de la vida. Entre los cuales, la siesta es un inofensivo símbolo. Los ascetismos puritanos y los activismos desaforados, que llevan a columpiarse entre la insatisfacción de las orgías insulsas y la frustración de las fatigas innecesarias, llevan a ello. Todo lo que suene a placer se rotuló como pecado y cualquier concesión a la debilidad o exigencia de la condición humana es una falta de rigor.
Por eso, se deshumanizó le vida. Se perdió el sentido del gozo, del placer, del descanso y, por ende, del arte, de la lectura, del silencio, de la oración, de la alegría. Acorralados por los prejuicios o acicateados por el frenesí de la vida moderna y el deseo de enriquecerse o de dominar a los demás, no tenemos tiempo para nada. Ni para el amor, ni para la amistad, ni para mirar un paisaje, ni para oler una rosa. Mucho menos, por supuesto, para dormir una siesta.
Confieso, en fin, que para escribir esta apología del yoga ibérico tuve que luchar en esta “hora sexta” (hora sexta = siesta, he ahí el origen de la palabra) con el demonio meridiano del sueño que acecha después del almuerzo. Dicho en buen romance: esta vez se me jodió la siesta. Mañana será otro día