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Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com
Se multiplican a diario los estudios y análisis sobre la situación del pueblo colombiano. Políticos, sociólogos, economistas, comentaristas de prensa, como arúspices nimbados por un halo sacrificial, se inclinan sobre el cadáver abierto de la patria, hurgando en sus entrañas el futuro. Hay un regusto de catástrofe que se va extendiendo a quienes, simples mortales, nos tensa la expectativa del oráculo, temerosos de que intempestivamente el silencio reverencial sea interrumpido por el graznido de un ave agorera y no nos quede más remedio que resignarnos. Que en cristiano y buen romance sería decir: “Esto se lo llevó el diablo. Sálvese quien pueda.”
Se habla de desempleo, de inseguridad, de agonía y muerte de la clase media y mil cosas más que nos agobian. Pero no se habla de la indisciplina social, de la atonía vital que nos invade, de la mediocridad reinante. Que no se sabe hasta dónde es causa o efecto de tantos males.
La mediocridad es, sin duda, una de las notas más constantes en el diario vivir de la mayoría. No la “aurea mediocritas” del poeta Horacio: la dorada medianía, la saludable moderación epícurea, sino la mediocridad en el sentido peyorativo de la palabra.
Indefinición, desgana, falta de vitalidad. Hacer las cosas a medias. Atávica resignación. No exigirse. Cumplir por cumplir. Entusiasmos fáciles y extemporáneos, de un día. Seres inacabados. Muñones de personalidad. “Mejor no meneallo”. “¿A dónde va Vicente? Adonde va la gente”.
Con pocas excepciones, que confirman la regla, es aterradora la mediocridad ciudadana. La juventud está instalada en una aberrante medianía. Sin ideas, con una rebeldía adormecida. Sin sentido de patria. Sufriendo a regañadientes un bachillerato que apenas los barniza de una cultura impersonal, vaga, advenediza. Universitarios por inercia. Profesionales porque no hay otro camino que escoger. Trabajando para justificar la quincena, mientras menos exigidos, mejor. Cobrando para comprar el mercado. Mercando para no morirse de hambre, aunque el alma se esté muriendo de desencanto y tedio. O muriéndose de risa, que también puede ser. Envejeciendo prematuramente para que los jubilen o porque los jubilaron. Da la impresión de que los únicos que toman la cosa en serio son los niños. Y los muertos.
Asfixiante mediocridad en los puestos públicos. Burocracia, papeleos, demoras, incumplimientos. Cargos políticos para ocupar, no para hacer algo. Puestos honoríficos para figurar, para hacer una “carrera fulgurante”. La efectividad es lo de menos. Mucho ruido y pocas nueces.
Nos quedamos agotados no de hacer mucho, sino de tanto no hacer nada. Hay que descansar, dormir hasta tarde, tomar vacaciones largas. No eran necesarios el coronavirus y la pandemia, ni el aislamiento y la cuarentena para dejar al desnudo el talante de nuestro pueblo. El tapabocas también servía y sigue sirviendo para ocultar la mediocridad.