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El cancerbero del infierno es el nombre asustador que están asignándole a una subvariante del malhadado virus que forzó la pandemia, el confinamiento casi universal y la enajenación de la libertad para incontables seres humanos. Por si la nueva amenaza emergente no atemoriza, porque parece que no es grave ni tan letal, la todopoderosa trasnacional del miedo como estrategia formidable de poder global le ha puesto el sobrenombre que recuerda al terrible Can Cerbero del Hades mitológico, monstruo de tres o más cabezas perrunas que no dejaba pasar a nadie, ni para entrar ni para salir del Averno.
El miedo ha sido estrategia política para anular la racionalidad a lo largo y ancho de la historia. Muchísimo se ha escrito sobre esa fuerza alienante. Libros, los hay por cantidades, en variadas disciplinas, así como también películas y canciones. Y experiencias muy cercanas hemos tenido en abundancia en este país timorato y manipulable. Qué tal, por ejemplo, ese miedo visceral a la izquierda y a Petro, que paraliza a numerosos sedicentes demócratas moderados, impelió a votar por un charlatán embolismador y configuró un sentimiento generalizado de perplejidad e incertidumbre.
El catálogo de los miedos es muy extenso y aparece en todos los países y regiones. Martha Nussbaum, quien filosofa sobre la educación y las ciencias sociales y humanas, escribió La monarquía del miedo. Sostiene que es la condición de infancia perpetua. Un bebé, vulnerable y amedrentado, dice, necesita la compañía protectora de su cuidador. El miedo, como emoción que expresa la indefensión humana, compara al adulto con un bebé dócil y lo hace súbdito de un ser poderoso, un monarca absoluto, que lo protege de la amenaza. Esto recomienda: “Si no aprendemos a gestionar el miedo – y las demás emociones –, esa emoción amenaza el funcionamiento de las democracias, pues bloquea la deliberación racional, dificulta sentir esperanza y pone muchas barreras a la cooperación constructiva para promover un futuro mejor”.
Claro que debemos ser precavidos, cuidarnos de cualquier contagio de lo que sea, pero sin que el miedo nos vuelva unos cretinos. Ningún miedo tiene por qué eliminar la razón, la lectura selectiva y crítica de las informaciones que muchas veces tienden a ser exageradas y mentirosas y les obedecen a los estrategas agazapados del miedo. No estamos libres de caer en las trampas del miedo, del monstruo policéfalo al que le inventan toda clase de motivos, de salud, políticos, económicos, etc., para fortalecer la monarquía que domina emociones, conciencias y decisiones y, como dice Martha Nussbaum, obstaculiza la construcción de un futuro mejor. Hace años escribí sobre el espanto del Sombrerón y el pavor que les hacía sentir en las noches a los asustadizos parroquianos del viejo Medellín y concluí: “De lo único que me da miedo es de que me dé miedo”. Insisto ahora en esa declaración, cuando está llegando desde China, según parece, el espanto llamado Cancerbero del infierno.