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Columnistas | PUBLICADO EL 30 diciembre 2022

El librero

Por Diego Aristizábal Múnera - desdeelcuarto@gmail.com

Cuando me contaron que Mauricio Lleras había muerto en la mañana del lunes 26 de diciembre, además de sentir una tristeza profunda, un desamparo aterrador, una orfandad, también pude pensar con énfasis en una frase que no he dejado de repetirme toda esta semana para consolarme: ¡Siquiera lo conocí! Siquiera conocí a un hombre bueno, siquiera coincidimos en esta vida donde hubiera sido facilísimo que pasáramos de largo y me hubiera perdido de todo lo que aprendí de él, de todo el cariño que nos dimos.

En mi pasado oscuro, como diría él, yo trabajaba como profesor de una universidad bogotana y compartir con los estudiantes era una dicha, un ritual sagrado, pero los intríngulis administrativos me daban tanto tedio que en una conversación de cafetería comenté que me encantaría aprender a ser librero. En esa mesa estaba Lisbeth Fog, profesora enamorada del periodismo científico y esposa de un tal Mauricio Lleras, librero y doliente, en todos los sentidos, de la librería Prólogo. “Habla con él”, me dijo. Y eso hice, lo llamé, y con esa voz que nunca olvidaré, con esa seriedad tan cariñosa, me dijo que lo visitara en la librería. En ese entonces quedaba en la carrera 9, entre las calles 81 y 82.

Desde ese día, cuando no tenía clases por la tarde, me volaba de la universidad para aprender del mejor librero que he conocido. Me acuerdo que lo primero que me enseñó fue que para ser librero lo primero que había que hacer era sacudir los libros, y me entregó un trapo rojo. Y así, mientras sacudía libros, mientras descubríamos el universo de los dos, nos fuimos queriendo. Y de fondo siempre sonaba música clásica. Y de fondo iban llegando las conversaciones de quienes lo visitaban. Y de fondo conocí mejor a Bogotá. Y de fondo él hablaba con esas personas que llegaban a la librería, sobre las novelas que a él le gustaban, y lo contaba todo con tanta pasión, con tantísima felicidad que cuando el visitante quería saber más él decía con una sonrisa: “Y ya no le cuento más porque le daño la historia”. Y claro, ese libro se iba, y otros más que él leía con fruición todas las noches para tener siempre recomendaciones nuevas, validadas. Porque en Prólogo sólo se vendía lo que le gustaba a Mauricio, y por eso discutía con las editoriales que se empecinaban en mandarle lo que a él no le interesaba vender.

En el tributo a su vida, que se le rindió el miércoles en Prólogo, el jesuita Vicente Durán Casas dijo algo que me pareció precioso. Recordar es “volver a pasar por el corazón”. No quiero decirles cuántas veces ha pasado Mauricio por mi corazón desde que lo conocí, hace más de diez años. Hoy, cuando tendremos que acostumbrarnos a leer sin el amparo de él, solo puedo desear que Tintín lo acompañe, y que la trama, en el lugar donde esté, sea digna de las mejores novelas negras que tanto le gustaban

Diego Aristizábal

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