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Los trabajos convencionales tienen horario. El emprendimiento no y la familia, menos.
Por Diana M. Herrera - opinion@elcolombiano.com.co
Para nadie es un secreto que, en los espacios de emprendedores, somos pocas las mujeres.
A pesar de que las cifras han mejorado, de que hay más oportunidades, más inversiones y de que existen conversaciones en múltiples espacios sobre equidad, seguimos preguntándonos: ¿qué limita a las mujeres para emprender?
Y hoy quiero poner una hipótesis sobre la mesa, proponiendo una conversación desde otros roles que asumimos, además del de ser emprendedoras: el rol de ser esposa y mamá.
Quiero que hablemos sobre las barreras invisibles del emprendimiento femenino, porque más allá del acceso a capital o de los retos del mercado, hay factores emocionales y estructurales que nos limitan al momento de movilizarnos y asumir la iniciativa de emprender.
A muchas mujeres nos restringe el miedo, profundamente ligado a la necesidad de no fallar, de contar con condiciones de estabilidad, porque sabemos que somos el sustento de nuestras familias, de nuestros hogares y de nuestros hijos.
Emprender como mujer es caminar sobre una cuerda delgada entre los sueños y las responsabilidades.
Es salir corriendo de una reunión para alcanzar a recoger a tu hijo, y aun así llegar tarde.
Es ese sentimiento constante de quedar debiendo: al trabajo, a la familia, a ti misma.
Y, a pesar de esto, seguir. Seguir con fuerza, con fe, con propósito, con la esperanza de que lo que estás construyendo vale la pena.
Los trabajos convencionales tienen horario.
El emprendimiento no y la familia, menos.
Por eso necesitamos hablar de esto con honestidad, sin culpa, sin heroísmo, desde la vulnerabilidad y la empatía.
Necesitamos ecosistemas más conscientes y “family friendly”, donde las mujeres podamos participar sin sentir que sacrificamos a alguien o algo.
Donde se normalice que los eventos no siempre deben ser de noche, porque en la noche estamos haciendo tareas, lavando pequeños dientes, poniendo pijamas y acompañando a dormir a los niños y oyendo las historias de nuestros adolescentes.
Donde haya comprensión y, sobre todo, donde se acompañe emocionalmente a las mujeres que no tienen una red de apoyo, que emprenden solas, que cargan sobre sus hombros no solo su sueño, sino su hogar.
El emprendimiento femenino no solo necesita inversión: necesita comprensión, empatía y redes de apoyo reales.
Porque detrás de cada mujer que emprende hay una historia distinta: algunas cuentan con una pareja que acompaña, una familia que respalda o una comunidad que impulsa; pero hay muchas otras que no. Y para ellas, la ausencia de esa red puede convertirse en una barrera, una limitante silenciosa que frena sueños y proyectos.
Entonces: ¿qué hacer como sociedad? ¿Qué podemos hacer desde las empresas, desde los gobiernos locales, desde los medios, desde cada entorno cercano?
Podemos rodear a las emprendedoras, apoyarlas en lo práctico y en lo emocional.
Podemos crear espacios donde se escuche y se entienda su realidad.
Donde se valore tanto la capacidad de innovar como la de cuidar.
Donde se reconozca que emprender siendo mujer no es solo un desafío empresarial, sino también un acto de equilibrio, de amor y de propósito.
Porque el impacto de una mujer emprendedora no se mide solo en cifras: se mide en el poder transformador del ejemplo y la inspiración.
En cómo su liderazgo cambia la manera de trabajar, en cómo su empatía transforma equipos, en cómo su esfuerzo enseña a sus hijos —y a los hijos de otros— que sí se puede construir con sentido, con calidez, con humanidad.
Cuando una mujer emprende, no solo crea empresa: crea futuro.