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El Senado recién elegido, en uno de sus primeros actos y con casi absoluta unanimidad, aprobó el Acuerdo de Escazú, que seguramente cambiará la forma como se emiten licencias ambientales y se resuelven conflictos en esa materia.
El objetivo del Acuerdo es “garantizar la implementación plena y efectiva en América Latina y el Caribe de los derechos de acceso a la información ambiental, participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales y acceso a la justicia en asuntos ambientales”.
Todos temas deseables, donde no hay controversia ni desacuerdo. El almendrón está en la implementación. Comenzando porque las problemáticas ambientales son muy distintas para cada país en América Latina y todas requieren soluciones particulares, no acuerdos generales. Uno de los problemas es que, siendo regional, este Acuerdo compromete a Colombia con unos temas transversales que van a tener consecuencias en el desarrollo del país.
La legislación nacional tiene mecanismos de divulgación de información y participación comunitaria, además de que existen instancias para resolver los conflictos. El proceso de licenciamiento ambiental hoy en día es riguroso (por lo menos en el caso nacional; dispar a nivel regional, pues depende de la fortaleza de las corporaciones autónomas regionales —CAR—). Lo que habría que hacer, más que aprobar un Acuerdo que trae riesgos de implementación para el proceso ambiental, es fortalecer las actuales capacidades de estudio y aprobación de licencias.
Uno de los puntos más delicados del Acuerdo menciona que se deben garantizar “mecanismos de participación en procesos de toma de decisiones, revisiones, reexaminaciones o actualizaciones relativos a proyectos y actividades, así como en otros procesos de autorizaciones ambientales que tengan o puedan tener un impacto” sobre el medio ambiente, así como promover la participación en “el ordenamiento del territorio y la elaboración de políticas, estrategias, planes, programas, normas y reglamentos que tengan o puedan tener” impacto sobre el medio ambiente. Consulta e intervención en todo. Salvo el Acuerdo mismo, que, por alguna razón extraña, está excento, ese sí, de las consultas que tanto defiende. Nadie pone en duda que se deben respetar los derechos comunitarios a un ambiente sano. Pero en la práctica no es siempre este el interés que se mueve detrás de la intervención de una comunidad. Pero supongamos que sí. ¿En obras de infraestructura podrán las comunidades intervenir en el diseño, tipo de materiales, presupuesto? Si la intervención de la comunidad genera sobrecostos, ¿quién los paga? Si una comunidad está en desacuerdo con otra, ¿cómo se dirime el conflicto y quién carga con las consecuencias del fallo? En proyectos de alcance nacional, ¿puede una comunidad imponer su opinión por encima del bienestar del resto de la nación?
La aprobación del Acuerdo es una mala idea y, seguramente, va a poner incentivos perversos para el desarrollo de obras en los territorios. No aporta nada y, en cambio, abre enormes riesgos al desarrollo del país, que en últimas termina beneficiando a toda la sociedad, incluyendo a las comunidades que el Acuerdo busca proteger