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La vida no es una pasión inútil, como dijo Sartre. Pero hay que aceptar que, tontos o soñadores, hemos convertido el acto de vivir, que es lo único bello que tenemos entre manos, en un enloquecido y enloquecedor rompecabezas de pasioncillas inútiles.
Que tales son, por si hay que aclararlo, los fracasos de todos los días, los constantes desamores, el desmoronamiento, diario también, de los ídolos de barro, los desencantos políticos preelectorales y postelectorales y otros castillos de arena que hora tras hora se vienen abajo en la vida propia y en el entorno social.
Es bueno advertir que a la palabra pasión hay que quitarle de entrada cualquier enjuiciamiento moralista. Los libros ascéticos en todas las religiones están centrados en una insoportable condena de las pasiones, consideradas como sementeras de placeres prohibidos. Maniqueamente se identifica pasión con pecado y es ahí donde el diablo todo lo enreda.
El dilema no es si la pasión es buena o mala, pecado o virtud, sino si es útil o inútil. Y para descubrirlo hay varios criterios. El fanatismo, por ejemplo. Cuando la pasión se desborda, se fanatiza. Y al fanatizarse se pervierte el sentimiento que le dio origen. Acabamos perdidos en irracionalidades y despropósitos que desdicen de la condición humana. Hasta la causa más noble (Dios, por ejemplo) si se fanatiza puede convertirse en una pasión inútil y peligrosa.
Otro criterio es la humildad. Pero, ¡ojo!, despojemos la humildad de ese enfermizo contenido piadoso con que suele confundirse. Humildad, decía Santa Teresa, es andar en verdad. Es la mejor definición. Detrás de cada pasión inútil hay un espejismo, una pérdida del sentido de la realidad, una mentira. Para poder gozar hay que ser humildes, es decir, aceptar los límites y las limitaciones. La verdadera pasión de los amantes se da cuando se aceptan como son, cuando no le tienen miedo a las desnudeces del alma y del cuerpo.
También se descubre que es inútil un apasionamiento cuando se empieza a sentir compulsión, lo que conduce irremediablemente a la soberbia, que es andar en la mentira, si nos atenemos a la definición teresiana de la humildad. Es ahí y entonces cuando se pierden los estribos y se desbocan los corceles de la pasión, crines al viento y belfos babeantes. En el rastrojo queda el cuerpo maltrecho del jinete, descabalgado porque le faltó rienda para domeñar encabritamientos