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Todo suena a chiste, pero la broma es una estrategia política macabra. Donald Trump construyó su carrera política de esta forma al correr la frontera de lo permitido mientras los demás lo tomaban por lunático. Luego atacaba y corría la línea roja una vez más.
Por David E. Santos Gómez - davidsantos82@hotmail.com
No es necesario esperar hasta el lunes 20 de enero para entender los rasgos de la nueva-vieja política exterior estadounidense que delineará las estrategias internacionales bajo la segunda presidencia de Donald Trump. Como lo demostró en su primer cuatrienio, el multimillonario republicano (que para entonces se reunió con Kim Jong Un en Corea del Norte y alabó a Vladímir Putin, mientras condenaba a Cuba o reconocía a Juan Guaidó como presidente de Venezuela) pretende encauzar la diplomacia de la primera potencia desde sus caprichos y con matonería, imponiendo su visión con amenazas económicas e, incluso, con fuerza militar. Aquí no hay diferencia entre los que define como sus enemigos y los viejos aliados estadounidenses. No existirá una base de mínimos sobre los cuales prever el destino de las relaciones entre naciones mientras el presidente Trump esté en el Salón Oval. La regla que lo medirá todo será la incertidumbre.
En unas declaraciones recientes, que en otros tiempos sonarían distópicas, pero ahora representan la nueva normalidad geopolítica, el presidente electo prometió cambiar el nombre del Golfo de México por Golfo de América –“tiene un lindo sonido (...) sería hermoso”-, amenazó con retomar a las buenas o a las malas el Canal de Panamá y coqueteó con la idea de comprar a Groenlandia o, en últimas, anexársela a la fuerza. “Necesitamos Groenlandia por motivos de seguridad nacional”, concluyó. La enorme isla pertenece a Dinamarca desde hace más de seis siglos y sus habitantes, que al principio se tomaban el tema como una bravuconada trumpista más, ahora temen los alcances de la propuesta. La semana pasada, sonriente y altanero, Donald Trump Jr. (su hijo), aterrizó en Groenlandia para “conocer gente” en lo que muchos en Europa consideraron una amenaza no muy velada. Francia y Alemania -viejos y fuertes aliados de Washington- plantaron cara al mandatario y aseguraron que los principios de inviolabilidad de las fronteras deben respetarse.
Pero la andanada del republicano no paró ahí. Aseguró que estaría bien anexarse a Canadá, eliminar la línea fronteriza con su vecino del norte y tomar posesión de él. Convertirlo en el estado número 51 de la unión americana. Justin Trudeau, primer ministro canadiense, rechazó de plano la idea e incluso la oposición, que está envuelta en una agria disputa con el gobernante y logró forzar su renuncia, se mostró unida para repeler el atrevimiento estadounidense.
Todo suena a chiste, pero la broma es una estrategia política macabra. Donald Trump construyó su carrera política de esta forma al correr la frontera de lo permitido mientras los demás lo tomaban por lunático. Luego atacaba y corría la línea roja una vez más. Hoy, cuando se leen los titulares de sus declaraciones, lo primero que llega, por reflejo, es una risa de incredulidad. Después, muy rápido, aparece el pánico. En el tablero de la política internacional que se dibujará desde la otra semana todo es posible.