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Por Dany Alejandro Hoyos Sucerquia - @Alegandrohoyos
Hoy es primero de enero. Deben estar comiendo sancocho, viendo series, viajando, pasando el desenguayabe o lo que sería mejor: siguen de parranda con los ojos perdidos en el tiempo y el espacio. Entonces como a esta columna el algoritmo no la tendrá en cuenta por las escasas lecturas y quedará refundida en la web, haré una confesión.
Cuando era niño creía que la gente cumplía años el 31 de diciembre. Veía a todos celebrar en fiestas colosales con música, baile, trago, pólvora, pero lo que más me impactaba era ver que todos se deseaban un feliz año entre sí, incluso a mí. Del resto del año no tengo imágenes festivas en mi memoria infantil. Pero el año nuevo era fascinante ver las caras alegres, la emoción de los familiares que llegaban de sorpresa, y como el mundo a mi alrededor hacía planes y prometía hazañas.
El niño que yo era escuchaba a algunos mayores acongojados repudiar el año que pasaba o la ausencia de alguien. Los entendía porque como mi papá era portero de un edificio y le tocaba trabajar esas noches, pase muchos “cumpleaños” reclamándole en silencio por no hacer presencia en mi celebración. Esta creencia era reforzada por la coincidencia: una tía por parte de mi papá y una prima por parte de mi mamá cumplen años el 31, al ver que las felicitaban no tenía por qué dudar.
Al volver a la escuela los niños que realmente cumplían años en diciembre y enero, se ufanaban de sus regalos, los lucían con entusiasmo. Como a mí no me regalaban nada tangible —mi cumpleaños real es en mayo—, y solo recibía besos, abrazos y uvas, me moría de envidia y renegaba de los padres que me tocaron.
Aquella creencia infantil fue rota a causa del amor, o mejor, de las mujeres, que son las que han puesto polo a tierra a mis elucubraciones irreales. Había una niña preciosa. Creo que era la hija de un vecino. A las doce de la noche mis tías y mi abuela, repartían uvas y todos empezaban a comer y a pedir deseos con la pasión del necesitado. Pensé que esa era una opción de regalo de los que no tenían dinero para comprar algo más representativo. Hastiado de comer, terminaba con las manos y los bolsillos repletos de uvas. Esa noche las metí en una bolsa y con el arrojo que inyecta la esperanza caminé hacía aquella niña. Estaba sentada, lucía un vestidito blanco y unas zapatillas rosadas. Entonces, medio tímido y confiado en el éxito de mi estrategia le dije: «Le regalo estas uvas. Feliz cumpleaños». Me arrojé a darle un beso en la mejilla, ella puso cara de fastidio y desconfianza, y recibí el rechazo frío de la ingratitud que me tiró al abismo de la realidad. «Yo cumplo en abril». Se levantó de la silla y la vi alejarse entre el baile y la fiesta con la bolsa de las uvas en la mano.
¡Feliz cumpleaños para todos!