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Una Medellín donde los hombres aprendan a cuidar será una ciudad más segura, más justa y más libre.
Por Daniel Carvalho Mejía - @davalho
En Colombia todavía se escucha esa vieja frase: “sea varón, no se deje”. La dicen en la esquina, en el taller, en el estadio. Es un eco del pasado que sigue dictando cómo sentir, cómo amar y hasta cómo morir. El “hombre verraco”, ese que no llora, no pide ayuda, que provee y manda, continúa siendo el molde cultural con el que se mide la virilidad. Pero ese molde empieza a resquebrajarse.
Durante décadas creímos que el machismo solo dañaba a las mujeres. Y aunque son ellas las principales víctimas —cada día se denuncian en Medellín decenas de casos de violencia intrafamiliar y cientos de feminicidios al año en el país, cada día escuchamos a nuestras amigas quejarse de situaciones de acoso en los buses, los andenes o las aulas—, es equivocado pensar que son las únicas. Detrás de cada golpe hay también un hombre mutilado emocionalmente, incapaz de reconocer su dolor, su miedo o su ternura. Nos enseñaron a dominar en lugar de convivir, a mandar en vez de cuidar, a resistir cuando lo humano sería pedir ayuda.
Esa cultura de la dureza no solo mata en las casas: también en las calles. Más del 80% de las víctimas de siniestros viales en Colombia son hombres, expresión de una masculinidad temeraria que confunde el riesgo con el valor. En salud mental, el panorama es igual de grave: cerca del 80% de los suicidios en Medellín son cometidos por hombres. Como me dijo un experto, “las mujeres van al psicólogo, los hombres van al bar”; nos cuesta confesarnos vulnerables y pedir ayuda. Las riñas y los homicidios, con mayoría de víctimas y victimarios masculinos, revelan una sociedad que educa a sus hombres para no concertar, para no sentir. Esa represión cobra vidas, metafórica y literalmente.
El escenario político también es reflejo de esa masculinidad dolida. Gobernantes que se enfrentan con violencia verbal o simbólica, líderes que amedrentan a la ciudadanía con consignas agresivas, autoridades civiles que recurren a los golpes “para mantener el orden”, y ciudadanos que creen que insultar y destruir son formas legítimas de defender sus causas. Todo esto revela una masculinidad basada en el enfrentamiento y en la falsa creencia de que la fuerza bruta es la única fuerza válida.
Quiero creer que algo está cambiando. Medellín, que ha sabido reinventarse tantas veces, comienza a hablar de los hombres desde otro lugar. Conversatorios, programas y espacios culturales se atreven a hacer la pregunta incómoda: ¿qué significa ser hombre sin necesidad de ser macho? Ahí surge una respuesta poderosa: cuidar.
Cuidar no es un acto femenino, es un acto humano. Implica escuchar, acompañar, reconocer la fragilidad. Cuidar a otros, pero también cuidarse a uno mismo. Necesitamos más hombres que se piensen a sí mismos, que hablen entre ellos, que se permitan ser frágiles; hombres que rompan el libreto. Que entiendan que la fortaleza no se mide en gritos ni en golpes, sino en empatía, serenidad y respeto.
Una Medellín donde los hombres aprendan a cuidar será una ciudad más segura, más justa y más libre. Podemos hacerlo; debemos hacerlo.