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Columnistas | PUBLICADO EL 01 diciembre 2022

Asombrarse como la primera vez

Pasar la tarde con Sole me hizo recordar que el asombro es lo que nos mantiene vivos. Quien lo pierde se vuelve una de esas personas que da todo por sentado.

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Coincidí con Sole en una playa caribeña. Era cuentista y venía de Córdoba, Argentina. Tendría unos pocos años más que yo. Nunca antes había estado en el mar. La vi bajarse del carro y correr hasta la orilla como si no quisiera perder ni un segundo. Llevaba puesto el vestido de baño debajo de la ropa que fue dejando esparcida sobre la arena en la medida en que avanzaba. Sin pensarlo se zambulló dentro del agua. Metía la cabeza y la sacaba. Agitaba los brazos y las piernas. Sus carcajadas retumbaban a lo largo de la playa. Le sonreía a todos los que la miraban tratando de entender a qué se debía semejante entusiasmo tan desbordado. Me agitó la mano varias veces invitándome a acompañarla. Yo no me moví de mi silla asoleadora. Ni siquiera llevaba puesto el vestido de baño. Ella seguía sorteando las olas, apanándose en la arena, carcajeándose. Daba gusto verla.

Me declaro amante del mar y suelo decir que es mi lugar favorito en el mundo. Gustosa viviría al pie de su orilla. Me jacto de pasar junto a él temporadas muy largas, sin embargo, ver a Sole, me hizo pensar si acaso había perdido una porción de mi capacidad de asombro. Suelo alardear de mi talento nato para asombrarme con las cosas más sencillas, como cuando en Londres vi caer nieve por primera vez y salí corriendo a la calle para intentar agarrar los copos con la mano. O cuando me di cuenta de que los charcos estaban congelados y se los señalaba a los demás caminantes para que los apreciaran mientras les tomaba fotos. Luego, en otoño, recuerdo que iba en la primera fila de un bus de dos pisos y, al detenernos frente a un semáforo, noté que miles de hojas rojizas estaban cayendo del cielo. Fue entonces cuando me puse de pie, pegué la nariz al vidrio, giré la cabeza hacia los demás pasajeros y con una sonrisita estúpida y emocionada les anuncié: «están lloviendo hojas». Nadie me dijo nada. Ni siquiera se asomaron por la ventana para verlas caer. Supongo que me miraron con la extrañeza con la que yo miré a Sole, quizá porque estaban curtidos de ver otoños, mientras que para mí era el primero.

Pasar la tarde con Sole me hizo recordar que el asombro es lo que nos mantiene vivos. Quien lo pierde se vuelve una de esas personas que da todo por sentado, que va al restaurante de siempre a comer lo mismo, que se queja cuando el canto de las guacharacas lo despierta temprano, que no siembra plantas por no tener que regarlas, que jamás sale a ver la luna porque da por hecho que, sin falta, cuelga del cielo. Personas de esas en las que juré no convertirme nunca. Por eso, aquella tarde, hice un esfuerzo por mirar al mar con ojos renovados e intenté recordar las razones por las que solía fascinarme. Había demasiadas y, de tanto verlas, ya no las estaba viendo. Una vez recobré la conciencia sobre cada una de ellas me paré de mi silla, corrí hasta el agua y me zambullí con la ropa puesta.

Sara Jaramillo Klinkert

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