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Henry Miller, el autor de Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, amante de Anaïs Nin y maestro de Lawrence Durrell, con quien tuvo una correspondencia de admiración hermosa y fueron amigos hasta el último suspiro, escribió a sus 81 años uno de los libros más bonitos sobre la amistad: El libro de mis amigos. En este libro, el viejo Miller, que no paraba de escribir cartas y enamorarse, recuerda a sus amigos de barrio, compañeros del alma y travesuras; alguno de ellos, incluso, le abrió más los ojos que el mismo Jesucristo, Sócrates o Buda; otros, que llegaban del campo, despertaban su envidia porque, según él, aprenden “las bases de la vida mucho antes que los habitantes de la ciudad”; y así, entre amigos llamados Stasiu, Max Winthrop o Jimmy Pasta, aparecen de fondo la biblioteca pública, las primeras lecturas, la cuadra, la bicicleta, los besos, el despertar del sexo, tantas cosas que a esa temprana edad parece que se guardan con un amor y una memoria que es imposible olvidar por más vida intensa que se tenga.
Y si Henry Miller le hace este homenaje a los amigos es porque, a pesar de lo agradable que puede ser estar en el edén materno, donde se tiene todo lo bueno que se puede desear, falta algo, y ese algo son los amigos, y una vida sin amigos no es digna, por confortable y segura que sea. “La diferencia entre el paraíso del claustro materno y ese otro paraíso de la amistad es que en el útero estás ciego, mientras que un amigo te proporciona cien ojos, como la diosa Indra. A través de los amigos uno vive incontables vidas; ve el mundo en otras dimensiones; vive cabeza abajo y de dentro a fuera. Jamás estás solo, nunca lo estarás, aunque desaparezca de la faz de la tierra hasta el último de tus amigos”.
Y tiene razón Miller, los amigos, y muy especialmente los amigos de la infancia o de barrio, como evoca el escritor en los recuerdos que reconstruye, quedan dentro de uno de manera particular y distinta a esos otros amigos que van apareciendo en la vida, que también son valiosos, por supuesto, pero carecen del universo que entre todos armamos cuando el mundo era un palo de mangos, el matorral, una bodega, la cuadra que sigue ahí a pesar de que todos nos fuimos.
Hace poco, mientras miraba libros sin buscar ninguno, encontré una edición bellísima de El libro de mis amigos, lo compré y pensé en cada uno de mis amigos del barrio y se los di simbólicamente, les dije gracias por eso que compartimos sin saber que era importante. Y como la vida, por fortuna, nos depara nuevos amigos, pues el librito de Miller se lo di a quien hoy es mi amigo del alma, por quien, sin dudarlo y parodiando la infancia, me engrasaría los dedos para cambiar la cadena de su bicicleta .