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¿Cómo empezarán a tomar decisiones y cómo gestionarán los “tiempos muertos” cuando crezcan, si de pequeños estamos buscando llenarles la agenda como si fueran presidentes de una empresa?
Por Amalia Londoño Duque - amalulduque@gmail.com
Recuerdo mucho las vacaciones en familia cuando era pequeña: desde una Semana Santa, en las que no salía mucho sino que acompañaba toda la agenda religiosa que cumplía mi familia, hasta las vacaciones largas, en las que por cierto, tampoco salía de paseo, pero pasaba tiempo donde mi abuela y jugando en la unidad residencial en la que vivía por aquella época.
No recuerdo ningún viaje largo en familia y tampoco ninguna salida del país durante mi niñez o adolescencia. Mi celebración, en cambio, cada que me anunciaban vacaciones, era la ilusión del tiempo libre con mis amigos y del día completo junto a mis papás.
Nunca extrañé ninguna actividad diferente y aunque me daba curiosidad montar en avión para ir a conocer otros lugares, tampoco sentía la ansiedad de hacerlo en ese momento. Mi plenitud era el tiempo que pasaba en casa, las horas con mi familia sin la rutina acelerada del colegio y del trabajo de mi papá.
Hace unos días leí en redes sociales el comentario de una mamá que preguntaba desesperada por clases para su hija: “ya he probado casi todas, pero no se ha adaptado a ninguna, ¿qué otras disciplinas me recomiendan?”, decía.
En el post decía que había tenido a su hija en baile, karate, natación, gimnasia, patinaje y manualidades, pero que desafortunadamente parecía que a la niña ninguna le había gustado y en cada clase había durado apenas un mes, a excepción de un par en las que duró tres.
No soy experta en maternidad y lo que más señalo, siempre que converso sobre el tema, es que la libertad de educar de una u otra manera, debe respetarse. Sin embargo, después de leer ese post quedé con muchas preguntas:
¿Qué espacio tiene el ocio en las familias de hoy? ¿Los niños tienen ratos sin hacer nada y algún chance de preguntarse qué hacer? ¿Cuándo hay lugar para la imaginación? ¿Dónde quedan los juegos solitarios? ¿Los amigos imaginarios? ¿Los juegos de rol?
Rellenar esos ratos de pereza con pantallas negras no es una opción, ya es suficiente con que se hayan vuelto parte de nuestra vida cotidiana.
Entiendo también que nos asuste que en los ratos de no hacer nada, llegue la aburrición o la tristeza, en tiempos en los que la salud mental es otra pandemia, ese es un gran argumento para buscar actividad permanente.
Pero, ¿cómo encontrarán su autonomía?, ¿cómo empezarán a tomar decisiones y cómo gestionarán los “tiempos muertos” cuando crezcan, si de pequeños estamos buscando llenarles la agenda como si fueran presidentes de una empresa?
Solo quiero plantear las preguntas y compartir la respuesta que encontramos como familia cuando tuvimos esta conversación: decidimos que no queremos fomentar esa sobreestimulación permanente y tampoco la vida acelerada en la que no existen pausas ni tiempos de reflexión o de contemplación.
Quisiera poder enseñar una capacidad de adaptación, la resiliencia y la tolerancia a los tiempos en los que nada extraordinario ocurre, porque esa cotidianidad es la vida real, lo asombroso llega en la forma en la que lo narramos.