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En la democracia es más importante el consenso en las reglas y el proceso que en el resultado. El verdadero peligro para la democracia surge cuando se pierde el consenso sobre el marco mismo de reglas.
Por David Yanovich - opinion@elcolombiano.com.co
Mucho se está hablando por estos días en Colombia de la polarización, como si el consenso en las ideas fuese un objetivo en sí mismo, incluso deseado. Sin embargo, la democracia no incentiva en consenso; al contrario. Promueve el disenso, para que, a través de reglas claras, se permita tener diversas posiciones y opiniones para, al final, decidir y, en algunos casos, acordar.
Esto, sin embargo, aplica solo a las ideas, a las políticas públicas, a la legislación. En donde sí tenemos que estar de acuerdo todos, si queremos una democracia funcional y vibrante, es en las reglas de juego. Y es aquí donde existe el verdadero peligro de que, a un gobierno con arranques autocráticos, dictatoriales, caudillistas, le dé por cambiar las reglas de juego.
Estas reglas son las que tienen que ver con la transición pacífica del poder, la resolución de conflictos y el trámite de las políticas públicas. Si estamos de acuerdo en esas tres, bienvenido el debate y el disenso.
En el corazón de la democracia no está la obligación de coincidir, sino el compromiso de resolver nuestras discrepancias mediante procedimientos civilizados, aceptados por todos y orientados al bien común. Permiten, en otras palabras, tramitar el disenso de manera pacífica. Esto incluye, además, respetar como sagrado la transferencia pacífica del poder, lo cual implica hacer elecciones, someterse a la votación, y aceptar los resultados. Y, finalmente, supone como principio básico de funcionamiento el respeto por el proceso institucional de aprobación de las políticas que permiten a una sociedad decidir sobre cómo debe organizarse la vida colectiva, cómo deben distribuirse los recursos, o qué prioridades debe tener un gobierno. La democracia no busca eliminar estas diferencias, sino ofrecer un cauce institucional para expresarlas, debatirlas y, en algunos casos, resolverlas. Todos quienes vivamos en una sociedad democrática, tenemos que tener la tranquilidad de que estos acuerdos mínimos, básicos, se harán respetar.
El desacuerdo no es un problema para la democracia. De hecho, es parte de su naturaleza y vitalidad. Una democracia robusta tolera el disenso, lo protege y lo incorpora como motor del debate público. No debemos aspirar a una sociedad homogénea donde todos piensan igual, sino a una en la que las diferencias se canalizan con respeto, legalidad y voluntad de entendimiento.
En la democracia es infinitamente más importante el consenso en las reglas y el proceso que en el resultado. El verdadero peligro para la democracia surge cuando se pierde el consenso sobre el marco mismo de reglas. Cuando los actores políticos o sociales ya no respetan las normas del juego —cuando no aceptan los resultados electorales, cuando deslegitiman al árbitro institucional, o cuando buscan imponer su visión por fuera de los canales establecidos— la democracia entra en crisis. No respetar el proceso y las reglas es lo que resulta en gobiernos autoritarios, en dictadores, en anarquía.
No se trata de que todos debamos estar de acuerdo en todo, sino de que todos debemos estar de acuerdo en cómo estar en desacuerdo, y en como tramitar esos desacuerdos. De lo contrario, la democracia y la libertad están perdidas.