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Conversaciones

03 de junio de 2025
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Por Amalia Londoño Duque - amalulduque@gmail.com

No tengo un recuerdo preciso de la conversación en la que mis papás me contaron que yo era adoptada. No puedo ubicarla en un lugar: ni en mi cuarto, ni en la sala, ni en la cocina de la casa.

Pero he pensado durante mucho tiempo que tal vez no la recuerdo porque no fue una sola conversación, sino muchas. Fragmentos, preguntas, respuestas dosificadas en distintos momentos. Tal vez esa verdad fue creciendo conmigo, y por eso no tuvo un punto de partida exacto.

Hay conversaciones que intentamos guardar como si en ellas se hubiera revelado algo esencial: una clave, un sentido, la respuesta a una gran pregunta, el mapa para seguir un sueño. Y como son palabras —y las palabras se moldean en la memoria— es natural que las mejoremos. Les damos forma, las afinamos. Las recordamos mejor de lo que fueron, porque quizá en el momento no fuimos del todo conscientes de lo que estaban revelando.

Y luego están las otras: las conversaciones importantes que dejamos escapar. Las que, a pesar de su peso, no logramos retener.

¿Cómo habrá sido la conversación en la que mis papás decidieron adoptarme? ¿Cuáles son las palabras que se cruzan antes de un divorcio? ¿Qué tono tiene la charla en la que dos padres acuerdan cómo quieren criar a un hijo?

Conversaciones fundacionales y, en algunos casos, pasajeras.

Siento que cada vez hablamos menos así. Las conversaciones largas, las que implican pausa y escucha, se han vuelto excepcionales. Lo que antes era un ritual —sentarse a pensar con otro, a disentir, a divagar— ahora compite con pantallas, alertas, agendas saturadas. Se nos interrumpe la escucha. Se nos va la conversación en respuestas rápidas, en audios breves, en mensajes que no admiten matices, o lo que es peor: en WhatsApp.

Recuerdo una conversación que tuve cuando era muy pequeña. Estaba montada en unos zancos, probablemente en un recreo. Le dije a una niña que me llamaba Amalia. Ella se emocionó con mi nombre, me dijo que se llamaba María Isabel y me preguntó, sin más: “¿Tus papás te dejan ver telenovelas?”.

No sé por qué conservo ese recuerdo. Tal vez lo he mejorado con los años. Pero cuando pienso en el momento en que empecé a quererla, siempre regreso a esa escena. Ya adultas —aunque todavía muy jóvenes— nos dimos cuenta de que ambas guardábamos el mismo recuerdo. Y creo que, desde el día que descubrimos eso, decidimos que así contaríamos desde cuándo somos amigas.

No fue un tema trascendente —teníamos cuatro años—, pero a veces no se trata de lo que se dice, sino de lo que una conversación inaugura.

Ahora, tras lanzar una pregunta, es difícil que las conversaciones cojan impulso. Algunos se contienen para no herir, otros para no ser señalados. Y muchos, los que tienen algo para decir, parecen más interesados en imponerse que en escuchar. Como si conversar ya no fuera un arte, sino un obstáculo.

Decía Rosa Montero que hablamos para entender lo que sentimos. Que decir es empezar a comprender. Y Antonio Muñoz Molina ha escrito que conversar exige demora, cortesía, voluntad de estar. Quizá por eso ya no conversamos tanto: porque nos falta tiempo, paciencia y humildad.

Si hemos perdido las buenas conversaciones, hemos perdido algo esencial.

No todo. Pero casi.

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