Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
Por Aldo Civico - @acivico
Liderar no exige tener todas las respuestas. Ni siquiera un rumbo fijo. Es sostener la marcha cuando el terreno tiembla y el horizonte se vuelve niebla. Es mantener encendida la llama de avanzar juntos e imaginar futuros posibles. Sin embargo, en tiempos donde “vulnerabilidad”, “empatía” y “autenticidad” se han vuelto omnipresentes en discursos y manuales, estas palabras corren el riesgo de vaciarse. Flotan como globos sin peso, transformadas en frases que suenan bien, pero no sostienen nada. El verdadero peligro no está en usarlas, sino en esconder detrás de ellas la ausencia de un trabajo interior, profundo y necesario.
Porque el verdadero enemigo del liderazgo no es la ignorancia, sino la incoherencia. No hay peor distancia que la que existe entre las palabras y los actos. De hecho, el liderazgo auténtico requiere mucho más que buenas intenciones: exige autoconciencia, integridad radical y transparencia genuina. Y eso solo se logra bajando al sótano del alma, enfrentando las heridas no sanadas, los miedos escondidos, las sombras personales. El liderazgo no es una actuación externa, sino una expresión inevitable del mundo interior de quien lidera. Lo que no se ha resuelto por dentro, se proyecta hacia fuera. Y lo hace con fuerza. Los traumas arrastrados, las inseguridades camufladas, los temores silenciados; todo eso se filtra. Se infiltra en las decisiones, en los equipos, en la cultura que se respira en una organización.
La diferencia entre quien ha hecho ese viaje interior y quien no, es radical. El primero genera confianza sin pedirla, sostiene el conflicto sin romper vínculos, escucha sin ansias de imponer, y lidera desde la presencia. El segundo puede dominar el discurso, manejar métricas y aplicar metodologías, pero repite patrones de control, miedo y fragmentación, muchas veces sin saberlo. Quince años de acompañar líderes y organizaciones en distintos países dejan una conclusión clara: el estado emocional y espiritual de quien lidera se imprime, como una huella, en la organización que dirige. Donde hay humanidad herida y no trabajada, el clima se enrarece: brota la desconfianza, se impone la rigidez, la creatividad se asfixia. La toxicidad organizacional casi siempre nace del dolor no reconocido en quienes lideran. El precio es alto: rotación constante, desmotivación, conflictos, burnout. Y, sobre todo, un entorno donde nadie florece.
Por lo contrario, el liderazgo que transforma comienza con una decisión: dejar de mirar hacia afuera y comenzar el descenso hacia adentro. Es un viaje que no busca perfección, sino presencia. No ofrece soluciones rápidas, sino profundidad. Cuando se trabaja desde la raíz, desde la herida misma, surge algo más poderoso: la posibilidad de un liderazgo humano, comprometido, creativo. En ese terreno, la curación no es un acto solitario, sino un proceso de reconstrucción compartida. Como escribió Brené Brown, es una reconexión activa. Y esa reconexión es lo que permite volver a confiar, volver a imaginar, volver a construir. Liderar, entonces, no es imponer un camino. Es encender la lámpara y caminar primero por dentro. Lo demás, viene después.