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Apuntes de viaje

01 de marzo de 2025
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Por Aldo Civico - @acivico

Escribo mientras regreso de mi viaje a Riad, mi primera visita a Arabia Saudita. Pasé una semana conversando con numerosos altos funcionarios del gobierno saudita, todos en primera línea liderando las reformas necesarias para que la Visión 2030 del país se convierta en realidad. Se trata del plan estratégico lanzado en 2016 bajo el liderazgo del príncipe heredero Mohammed bin Salman, un ambicioso intento de redefinir la identidad, la economía y la sociedad del reino, alejándolo de su histórica dependencia del petróleo y allanando el camino hacia una modernización sin precedentes. Mis interlocutores, todos con estudios superiores en Estados Unidos y responsables de atraer a Arabia Saudita a las grandes empresas globales de tecnología, alimentación y salud, me hablan con pasión y fervor sobre los cambios que está experimentando su país. Sienten un profundo orgullo nacional y destacan cómo estas transformaciones no solo están ocurriendo en el ámbito económico, sino también en el social. Las mujeres, por ejemplo, pueden conducir desde 2018, asistir a eventos deportivos y culturales, y participar de manera más activa en la fuerza laboral.

Un gerente me explica cómo se han relajado algunas restricciones religiosas, reduciendo el poder de la policía religiosa y promoviendo un islam más “moderado”. Eventos como conciertos internacionales, festivales de cine y la apertura de salas de cine (prohibidas durante décadas) reflejan un esfuerzo por modernizar la cultura y mejorar la imagen global del país. Durante una conversación, un joven funcionario del gobierno, mientras juguetea con el shemagh—el tradicional pañuelo con diseños a cuadros blancos y rojos—me dice con impaciencia: “Odio esto. Lo llevo por respeto y porque estamos en público, pero cada vez que puedo, me lo quito”. Un momento que interpreto como una metáfora del proceso que vive este país, en el umbral entre tradición y modernidad, pasado y futuro, conservación y apertura.

En todas mis conversaciones me impresiona la motivación intrínseca que impulsa a los funcionarios con los que hablo. Es como si la visión articulada por el príncipe heredero hubiera encendido una chispa en ellos, haciéndolos sentir protagonistas y responsables de la materialización del cambio. Son funcionarios que han hecho suya la visión de su líder. Trabajan hasta altas horas de la noche, con gran sacrificio, pero también con entusiasmo. “Quiero dejarles a mis hijos un país transformado”, me dicen muchos. “Si trabajo por mi país, al mismo tiempo trabajo por mi familia”, afirman otros. Escucho y observo durante horas, cada día, y constato de primera mano el poder que tiene una visión ambiciosa para despertar inteligencias, movilizar compromisos y alinear voluntades.

También me doy cuenta de que, en el mundo occidental, hoy nos falta este ardor por transformar nuestra sociedad. Nuestros países no tienen una visión estratégica. Hemos reducido nuestras relaciones económicas y nuestras prácticas políticas a meras transacciones, despojadas de cualquier ideal. Eso nos vuelve miopes, cortoplacistas, egoístas. Nos divide y nos atomiza en la medida en que hemos perdido el sentido de pertenencia y comunidad. De seguir así, estos pueblos emergentes —de Arabia Saudita a Corea del Sur, pasando por Singapur— se volverán hegemónicos. Hasta que despertemos.

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